La poesía (de Espejo, 1933)
Para escribir poemas,
para ser un poeta de vida apasionada y romántica
cuyos libros están en las manos de todos
y de quien hacen libros y publican retratos los periódicos,
es necesario decir las cosas que leo,
esas del corazón, de la mujer y del paisaje,
del amor fracasado y de la vida dolorosa,
en versos perfectamente medidos,
sin asonancias en el mismo verso,
con metáforas nuevas y brillantes.
La música del verso embriaga
y si uno sabe referir rotundamente su inspiración
arrancará las lágrimas del auditorio,
le comunicará sus emociones recónditas
y será coronado en certámenes y concursos.
Yo puedo hacer versos perfectos,
medirlos y evitar sus asonancias,
poemas que conmuevan a quien los lea
y que les hagan exclamar: «¡Que niño tan inteligente!»
Yo les diré entonces
que los he escrito desde que tenía once años:
No he de decirles nunca
que no he hecho sino darles la clase que he aprendido
de todos los poetas.
Tendré una habilidad de histrión
para hacerles creer que me conmueve lo que a ellos.
Pero en mi lecho, solo, dulcemente,
sin recuerdos, sin voz,
siento que la poesía no ha salido de mí.
Elegía (de Nuevo amor, 1933)
Los que tenemos unas manos que no nos pertenecen,
grotescas para la caricia, inútiles para el taller o la azada,
largas y fláccidas como una flor privada de simiente
o como un reptil que entrega su veneno
porque no tiene nada más que ofrecer.
Los que tenemos una mirada culpable y amarga
por donde mira la muerte no lograda del mundo
y fulge una sonrisa que se congela frente a las estatuas desnudas
porque no podrá nunca cerrarse sobre los anillos de oro
ni entregarse como una antorcha sobre los horizontes del tiempo
en una noche cuya aurora es solamente este mediodía
que nos flagela la carne por instantes arrancados a la eternidad.
Los que hemos rodado por los siglos como una roca desprendida del Génesis
sobre la hierba o entre la maleza en desenfrenada carrera
para no detenemos nunca ni volver a ser lo que fuimos
mientras los hombres van trabajosamente ascendiendo
y brotan otras manos de sus manos para torcer el rumbo de los vientos
o para tiernamente enlazarse.
Los que vestimos cuerpos como trajes envejecidos
a quienes basta el hurto o la limosna de una migaja que es todo el pan y la única hostia
hemos llegado al litoral de los siglos que pesan sobre nuestros corazones angustiados,
y no veremos nunca con nuestros ojos limpios
otro día que este día en que toda la música del universo
se cifra en una voz que no escucha nadie entre las palabras vacías
en el sueño sin agua ni palabras en la lengua de la arcilla y del humo.
Roberto, el subteniente (de Poemas proletarios, 1934)
Cuando salió del Colegio y cumplió veintiún años
y ostentó en la gorra la barra de subteniente,
llegó al cuartel con una gran energía acumulada.
En el Colegio todo era perfecto y limpio,
la gimnasia y la equitación lo habían hecho fuerte y ligero
y conocía perfectamente la historia antigua
y todas las campañas de Napoleón.
Iba a ganar ya sueldo.
Cuatro pesos son muchos dinero para uno solo.
Le dieron un asistente que le traía la comida
y le quitaban las botas, o le ensillaba el caballo.
A diana, se levantaba
e iba a dar instrucción a los soldados
y luego hacía guardia en la puerta
toda una mañana muerta y ociosa,
toda una tarde llena de moscas y de polvo
hasta que llamaban a lista de seis
y asistía a la complicada ceremonia
de la lectura de la Orden del Día.
Entonces, la sombra,
despertaban sus más primitivos instintos
y reunido con otros oficiales
bebía tequila hasta embriagarse
e iba a buscar una mujerzuela
para golpearla despiadadamente
azotándola como a su caballo,
mordiéndola hasta la sangre,
insultándola hasta hacerla llorar
y luego acariciándola con ternura,
dándole todo su cuerpo febril y joven,
para marcharse luego al cuartel
abriéndose paso, a puntapiés, hasta su habitación,
entre los soldados que yacían en la sombra, sin almohada,
enlazados a sus mujeres o a sus fusiles.