Lo que el fuego arroja de sí como el mar los despojos, la ceniza execrada, el descastado rescoldo, la piedra fría con la marca del tizne. Lo que el cielo arroja con desdén y olvido, el pájaro que devoran las hormigas, la estrella colapsada y que cae sin un quejido, la luna ultrajada y muerta a la orilla de un sendero. Aquellos ángeles que deambulan como perros a la orilla de la ciudad, saltan al cuello del andante, lo roban, quebrantan, escupen. Las antiguas diosas que vienen a pedir tu semilla de noche, sin entrañas para retenerla, sin labios para sorberla, sin uña para dejar su gemir signado en tus brazos y cuello y espalda. Yo mismo, un dios derogado, una sierpe que era animal de más hermosa habla, un gusano que era el fénix y conserva recuerdo y regusto de plumas fulgentes, de osar contra el Sol con otra luz por las alturas. Todo lo que la tierra expulsa de sí, los cadáveres cuyo filiación recusa, las bestias que de antiguo reinaban y hoy son leño quebrado en los barrancos para rapiña del miserable.
Todos estamos aquí, los rechazados; acá es la fiesta del padre Caín, del rey Caín, del que es sacerdote según el orden de Caín. Nos contaremos las historias. Cuando Su dedo grabó en mi frente su mejor poema, un salmo de diamante, no por mano de hombre alguna —descendió como el graznar contra el polluelo, como el graznar contra mi ojo, como el grito contra el que duerme. «¿Qué has hecho de tu hermano?»
Nosotros, cainitas, los de manos blancas, los sin mancha: rastreros, atemorizados desde siempre por el primer crimen, raza que desde siempre puede responder por el hermano.
Nuestras mujeres llevan anatemas por dije de su cuello y de su oreja, donde otras plata, donde otras coral. Cuando nacen, una mano fragorosa deposita un puño de sal sobre sus vientres, y ellas se agrietan, se retuercen, sus gargantas se abuitran, paren allí mismo su primer fantasma. Su corazón, su mandrágora burlona y desleal: esperan en la encrucijada con los muslos abiertos, con gemir oferente. Somos sólo padres de bastardos y ahijados de cornudos, compartimos con la serpiente la tierra y la ponzoña.
Esperamos. Ardemos. Siempre nos estamos consumiendo. Somos hoguera encendida en la playa, páramo seco musitando llueva, cumbre pelada que llama a cabras y cabritos.
La noche no nos abandona. Ella es también presencia de Yahvé: vacía, sarcástica, burlona. A veces nos parece su desvío, a veces querríamos su desvío. Es nodriza que cría sus hijos de leche en el fuego, que los acuna en su seno de piedra, que decreta la sequía y después la abundancia que llama al pillaje.
Somos el animal abyecto que tiene por sombra la silueta del tigre. A veces le vuelve la espalda al fuego y le habla a su sombra. La intima a vivir, a devorar, a zajar. Y se deja instruir por ella. Entonces sus ojos brillan en la umbra y el follaje. No puedo saber si son sus ojos o los míos.