Posts tagged ‘México’

15 marzo, 2017

Fragmentos de «1915» de Manuel Gómez Morín


Nota: Los autores que emplean el enfoque generacional para estudiar la historia de México (sobre todo, la historia cultural), suelen discernir una generación de personajes que empezaron a actuar y a distinguirse en los años finales de la Revolución. En particular, Enrique Krauze (1) propone una generación formada por los nacidos entre 1891 y 1905, signada por la voluntad y la necesidad de fundar o refundarlo todo en nuestro país, después de la aniquilación del pasado porfiriano por la obra guerrera de los revolucionarios. Los caracteriza la coexistencia de un generoso entusiasmo cívico, impregnado de espiritualismo (y a veces religiosidad), y una voluntad de rigor técnico para concretar dicho impulso en realizaciones concretas: instituciones oficiales y no oficiales, culturales y políticas, disciplinas artísticas y cognoscitivas. Incluye en esta generación al grupo de los Contemporáneos.
De éstos (como lo hace notar Sheridan en Los Contemporáneos ayer), la promoción más joven (Cuesta, Villaurrutia, etc.) manifiesta solamente la voluntad de rigor (en su caso, intelectual y estético), y sustituye el entusiasmo por el escepticismo y el desapego. En cambio, los mayores, como Pellicer y Torres Bodet, presentan ambas características. Para poder situar en su contexto esa forma de «ser en el mundo» (de ser en el mundo mexicano) he elegido algunos, bien conocidos, pasajes del ensayo 1915 de Manuel Gómez Morín. Publicado en 1927, representa un esfuerzo de auto interpretación, a la que añade una serie de propuestas que llevarán, años después, a la fundación del Partido Acción Nacional.
De todo esto, sólo nos interesa el esfuerzo por comprender qué era su generación. Recomiendo sobre todo leerlo entre líneas, distanciados, con un poco de «hermenéutica de la sospecha» (cuando se ejerce el pensamiento crítico, la sospecha es la actitud de verdadero respeto).

(Tomado de Manuel Gómez Morín, 1915 y otros ensayos. México: Jus, 1973. 2a. ed.)

En torno del maestro [Antonio Caso] se formó pronto otro grupo, ya no organizado como el Ateneo, ni siquiera conocido, sino disperso; integrado por los discípulos directos de Caso o de Pedro Henríquez, por los que la Revolución había agitado ya y buscaban en el pensamiento un refugio, una explicación o una justificación de lo que entonces acontecía.
En el inolvidable curso de estética, de Altos Estudios,(2) y en las conferencias sobre el cristianismo, en la Universidad Popular,(3) estaban González Martínez, y Saturnino Herrán y Ramón López Velarde y otros más jóvenes. Todos llevados allí por el mismo impulso.
En esos días Caso labraba su obra de maestro abriendo ventanas espirituales, imponiendo la supremacía del pensamiento y, con ese anticipo de visión propia del arte, en tono con las más hondas corrientes del momento, González Martínez recordaba el místico sentido profundo de la vida, Herrán pintaba a México, López Velarde cantaba un México que todos ignorábamos viviendo en él.
[…]
Y con optimista estupor nos dimos cuenta de insospechadas verdades. Existía México. México como país con capacidades, con aspiración, con vida, con problemas propios. […]
¡Existían México y los mexicanos!
La política “colonial” del porfirismo nos había hecho olvidar esta verdad elemental. ¡Y qué riqueza de emociones, de tanteos, de esperanzas, nacieron de este descubrimiento! Sobre todo, ¡qué abismos de ignorancia de nosotros mismos se abrieron luego, incitándonos —incapacitados como estábamos a investigarlos y todos llenos del misterio— a salvarlos con el salto místico de la afirmación rotunda, de la fe en una milagrosa revelación de la confianza en nuestra recién hallada vitalidad!
Y en el año de 1915, cuando más seguro parecía el fracaso revolucionario, cuando con mayor estrépito se manifestaban los más penosos y ocultos defectos mexicanos y los hombres de la Revolución vacilaban y perdían la fe, cuando la lucha parecía estar inspirada nomás por bajos apetitos personales, empezó a señalarse una nueva orientación.
El problema agrario, tan hondo y tan propio, surgió entonces con un programa mínimo definido ya, para ser el tema central de la Revolución. El problema obrero fue formalmente inscrito, también en la bandera revolucionaria. Nació el propósito de reivindicar todo lo que pudiera pertenecernos: el petróleo y la canción, la nacionalidad y las ruinas. Y en un movimiento expansivo de vitalidad, reconocimos la substantiva unidad iberoamericana extendiendo hasta Magallanes el anhelo.
La necesidad política y el ciego impulso vital obligaron a los jefes de un bando a tolerar expresamente estos postulados que tácitamente el pueblo perseguía desde antes. El oportunismo y una profunda inspiración de algunos permitieron el feliz cambio que estos nuevos propósitos vinieron a obrar en una revuelta que para sus líderes mayores era esencialmente política.
[…] La afirmación del libre albedrío, la campaña anti-intelectualista, la postulación del desinterés como esencia de la vida y de la intuición como forma del conocimiento, la iniciación panteísta que “busca en todas las cosas un alma y un sentido ocultos”, la revelación artística inicial de insospechadas bellezas y capacidades criollas e indígenas, las penas terribles, a la grave confusión y al hondo anhelo que traían los sucesos políticos, para formar un sentimiento en que se mezclaban sin discernimiento pero con gran fuerza mística, un incipiente socialismo sentimental, universalista y humanitario, con un nacionalismo hecho solamente de atisbos y promesas, reivindicaciones de vagas aptitudes indígenas y de inmediatas riquezas materialistas; una creencia religiosa en lo popular junto con la proclamación de la superioridad del genio y del caudillo; un culto, igualmente contradictorio, de la acción, y a la vez, del misterioso e incontrolable acontecimiento que milagrosamente debe realizar el sino profundo de los pueblos y de los hombres (19-21).
[…]
Y va tomando contornos precisos una convicción intelectual que depurará las anteriores verdades provisionales.
En varias ocasiones ha parecido llegado el momento de la revelación. Así fue, por ejemplo, en 1920, cuando se inició con prestigio apostólico la obra de Vasconcelos.
La turbulencia política ha sido una causa que detiene esa revelación. Pero, en realidad, para retardar el advenimiento que esperamos, hay algo más fuerte que los acontecimientos políticos.
Es la desvinculación en que viven los que desean ese advenimiento. Dispersos en la República, ignorándose unos a otros, combatiéndose muchas veces por pequeña pasión o por diferencias verbales, hay millares de gentes -la Generación de 1915 -que tienen un mismo propósito puro, que podrían definir el inexpresado afán popular que mueve nuestra historia.
Porque realmente existe una nueva generación en México (26).

Notas

  1. V. «Cuatro estaciones de la cultura mexicana», ensayo que se puede consultar aquí.
  2. La Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional, antecedente de la Facultad de Filosofía y Letras.
  3. Movimiento impulsado por miembros de la generación ateneísta. Su propósito era difundir los bienes de la cultura en los sectores populares, por medio de conferencias, conciertos, etc.
2 marzo, 2014

México, Museo Nacional de Arte: su colección ordenada por periodos


instantánea7

Ángel Zárraga, Ex voto (San Sebastián), 1912, óleo sobre tela. Si alguien leyó esta entrada antes de que la corrigiera, advertirá que me equivoqué a recordar tanto el autor como el título.Como sea, este mórbido san Sebastián, y esta ambigua escena, literalmente devota pero impregnada de erotismo, son por completo afines a la tendencia decadente del modernismo.

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24 julio, 2013

Nietzsche, la «moral de señores» y algunos temas hispánicos


English: Montaña Quemada, in Fuerteventura, Sp...

English: Montaña Quemada, in Fuerteventura, Spain, with the monument to Miguel de Unamuno. Español: Montaña Quemada, en Fuerteventura, España, con el monumento a Miguel de Unamuno. Galego: Montaña Quemada, en Fuerteventura, España, co monumento a Miguel de Unamuno. (Photo credit: Wikipedia)

Reproduzco un comentario que envié al blog El espejo de la realidad, ya que trato en él un tema que me parece de gran interés para nosotros. Es posible que no tenga tiempo de eliminar mis errores de estilo ocasionados por no haber revisado mi texto.

1) De Nietzsche me interesa mucho más su mirada sobre procesos concretos de la historia, las sociedades y la cultura, que sus juicios sobre la vida y el mundo en general (¿metafísicos? Pido perdón a los nietzscheanos que se incomoden).
2) En particular, aprecio mucho sus observaciones sobre la relación entre individuo y cultura y sociedad; sobre la manera en que los valores y la perspectiva de un grupo social son también los de un individuo, lo que éste cree que son la Verdad, el Bien, etc.
3) Por eso, la «voluntad de poder» me interesa menos que la «moral de señores». Mis juveniles lecturas de la Genealogía de la moral y otras obras de Nietzsche me dejaron muy claro que la «moral de señores» y todo lo que se relaciona con ella son, digamos, el «equipo psicológico» necesario para que el miembro de una clase social de señores guerreros sea un miembro funcional de ésta.
4) El propio Nietzsche da varios ejemplos de esas clases sociales, comenzando por los aristócratas de la Grecia arcaica.
5) Y otro ejemplo son los nobles de la Edad Media europea; sólo que, debido a su crítica del cristianismo, prefirió subrayar el aspecto cristiano de la cultura medieval. Pero su ideal del honor, su aprecio por las virtudes guerreras (valor, fidelidad al caudillo, largueza de éste con su mesnada,etc.) revelan claramente que es una moral de señores. En esto, más que a Nietzsche sigo al historiador (no recuerdo cuál) que señaló (palabras más, palabras menos): En la Edad Media, el cristianismo se germanizó y se ruralizó.
6) Añadiré a esto, y supongo que hace falta algún marxista (¿gramsciano?) para precisarlo, que los valores de la clase dominante suelen ser los valores de toda la sociedad.
7) Tomando en cuenta lo anterior, me parece claro que, desde hace mucho tiempo, los españoles que más lúcidamente han criticado su herencia cultural han señalado claramente todo lo que hay de «moral de señores» en la mentalidad española y sobre todo castellana tal como emergen de la Edad Media y se manifiestan en el Siglo de Oro (término que no me interesa defender ni impugnar).
7) Unamuno, en En torno al casticismo, hace notar la impronta de la vida guerrera en el «alma» castellana (sustitúyase «alma» por algún concepto propio de las ciencias sociales), y de cómo el castellano era más apto para «los trabajos» que para «el trabajo»: más apto para conquistar que para producir.
8) Américo Castro también fue muy claro al respecto. En España en su historia, desde las primeras páginas, reúne abundantes observaciones hechas en el s. XV, tanto por españoles como por no españoles, acerca la combinación de virtudes guerreras y malos hábitos productivos de los castellanos.
9) ¿Por qué busqué «Nietzsche+españoles»? Por la curiosidad de ver si alguien había examinado estas cuestiones desde perspectivas como la de la sociología o la historia de las mentalidades. Yo soy filólogo: necesito que me ayuden a pasar de la literatura a su entorno social y cultural. Mas no parece que desde esas corrientes y disciplinas se retome las profundas intuiciones de hombres como Unamuno y Castro, muchas veces malinterpretadas por su vocabulario lleno de «espíritu»,»alma», «esencia», etc.
9) Tomando en cuenta lo anterior, me parece admirable la lucidez del probable cristiano nuevo autor del Lazarillo, que examinó las relaciones entre la moral e ideología de la honra y los sectores sociales sin relación con lo militar (como el lumpen Lázaro), o los sectores nobles alejados de la actividad guerrera por la dinámica de la historia (como el escudero).
10) Más lúcido que los españoles que sienten que todos sus males han sido causados por el catolicismo; o los que todavía tienen nostalgias imperiales; o los hispanoamericanos que creen que Cortés o Pizarro cometieron una especie de pecado original que mancha a todos los españoles que los precedieron y los sucedieron, como si de este lado del charco los criollos y mestizos no hubiéramos proseguido la conquista por nuestra cuenta después de la Independencia.
11) En cuanto a la Leyenda Negra, me parece claro que todo imperio se la merece. Mi moral es de esclavos: igualitaria, etc. Ninguna conquista es digna de admiración (Feijoo escribió notablemente

sobre ello: «La ambición en el solio»). Aunque mi «voluntad de poder» tampoco es tan «decadente» como para perder el tiempo juzgando a los conquistadores del pasado según valores ajenos a ellos.

8 May, 2013

Jorge Cuesta: «El clasicismo mexicano»


Tomado de: J. L. Martínez, editor. El ensayo: siglos XIX y XX. 2a. ed. Gran Colección de la Literatura Mexicana. México: Patria, 1992. Para algunos detalles, lo cotejé con la edición de las Obras de Cuesta, de Miguel Capistrán, Jesús R. Martínez Malo, Víctor Peláez Cuesta y Luis Mario Schneider (El Equilibrista, 1994). Lo transcribí un poco a marchas forzadas, por ello es muy posible que haya erratas, y gruesas. Por favor, indíquenmelas. Si me da tiempo, añadiré después algunas notas o vínculos aclaratorios.

La historia de la poesía mexicana es una historia universal de la poesía: pudo haber sucedido en cualquier otro país; tiene una significación para cualquier espíritu culto que la considere y aspire a comprender los ideales que ha servido y que la han caracterizado. Estos ideales que, en un espacio geográfico limitado -México-, dentro de una sociedad particular -la mexicana- y a través de una época histórica definida, fascinaron a diversos temperamentos, han sido, también por la variedad de sus apariencias, también por la variabilidad de su formas, los mimo ideales que ha perseguido la poesía de cualquier otra nación moderna. Hasta cuando, siguiendo las múltiples tendencias románticas, sus productos han sido los más particulares o los más exóticos, la poesía mexicana no ha podido sustraerse de verificar, de esta manera, un destino universal de la poesía. Cuando se ha «mexicanizado», cuando se ha «americanizado», cuando, por ejemplo, se ha buscado a través del empleo de giros y vocablos indígenas, no puede evitar que aun así haya sido, tan sólo, uno de tantos exotismos que han distraído y cautivado accidentalmente a la consciencia de una sola cultura: la occidental. Por esta razón, la poesía mexicana es una poesía «europea», como en rigor, toda poesía americana lo es.

Estrictamente, la poesía mexicana es una poesía española; pero no es ésta tampoco la razón que la particulariza o le crea una dependencia orgánica necesaria; por el contrario, es una de las razones que hacen, de la española, una poesía universal. Si debiera señalarse la aportación particular de la poesía mexicana a la poesía española, habría que decir, ambiciosa pero exactamente, que es la universalidad. Ésta es la condición que se verifica cuando, dentro de la literatura española, la mexicana es capaz de poseer una independencia, un espíritu propio. No digo que en México el pensamiento haya alcanzado su universalidad, sino que necesariamente había tenido que alcanzarla para poder ser mexicano una vez. Gracias a su universalidad, la poesía española pudo dar origen a una mexicana. Consciente de este origen, y constantemente fiel a él, la función de la poesía mexicana, «dentro» de la española, ha sido el mantenerle, el recordarle esa universalidad.

Los orígenes de la poesía mexicana se confunden con una de las más brillantes épocas de la poesía. Sus primeros balbuceos fueron obras clásicas y perfectas, que no ven disminuido su valor dentro de la competencia poética universal más admirable que haya habido nunca. Desde su nacimiento entró en la madurez; desde su infancia fue suya una responsabilidad superior que fascinaba a los más grandes ingenios de una gran época, en las más grandes naciones. Inmediatamente entró de lleno en la tradición más honrosa y tuvo que satisfacer al más exigente linaje. Es imposible suponer siquiera la probabilidad de que el pensamiento mexicano, en su nacimiento, no hubiera sentido la dominación de un pensamiento que dominaba universalmente, como no es posible suponer tampoco que hubiera podido nacer y desenvolverse de un modo original sin la obra de esa fascinación.

ha sido un compromiso para la historia de la literatura mexicana esa identidad de sus orígenes con la literatura clásica española. ¿Las obras de don Juan Ruiz de Alarcón o de sor Juana Inés de la Cruz pertenecen a la literatura española o pueden considerarse ya como una literatura mexicana? Pero este problema es absolutamente vano, si se recuerda que se trata de una literatura española clásica, es decir, con un lenguaje y una significación universales. Tampoco pertenecen exclusivamente a España las odas de Fray Luis de León o de Francisco de Rioja. La vida de una cultura española en América no se explica sin un «desprendimiento» de España, es decir, no se explican sin un «clasicismo», sin un universalismo español. La dominación de España en América-también en la poesía-fue la dominación de un pensamiento universal, un pensamiento que era también el de Italia, Francia e Inglaterra, y que bebía en las fuentes «clásicas» de Grecia y de Roma. No habría habido una literatura española en América si el idioma español no hubiera sido un idioma universal y culto, capaz de servir a la expresión de no importa qué temperamento; capaz de dar forma a una literatura original y nueva en no importa qué latitud. En los Estados Unidos, de una manera semejante, se habría adoptado el latín por ejemplo como lenguaje literario, si el inglés no hubiera poseído, gracias a su cultura, gracias a su relación con las más diversas maneras del sentir y del pensar, la capacidad de recibir en sus formas no importa qué nuevas e inesperadas concepciones. Junto con las formas cultas del español, pasaron a México también las formas populares. Pero si sólo éstas hubieran pasado, hoy sería la fecha en que quizá no podría hablarse de una literatura mexicana original, aunque, en cambio, habría en México una literatura «castiza», que los escritores españoles considerarían siempre con benevolencia y habría figurado en sus antologías como propia. Pero esto no es lo que ha sucedido: desde un principio florecieron en México las formas críticas y reflexivas de la literatura castellana.

En consecuencia, los escritores españoles han considerado tradicionalmente con desprecio hasta las obras de Ruiz de Alarcón y de Sor Juana Inés de la Cruz, a las que ningún mesticismo excluye de la sangre española. Pero las excluye, según parece, su carácter crítico y reflexivo, su calidad universal. La literatura española de México ha tenido la suerte de ser considerada en España como una literatura descastada. Este juicio no se ha equivocado, puesto que la devuelve a la mejor tradición española, que no es una tradición castiza: a la tradición clásica, que es la tradición de la herejía, la única posible tradición americana.

En México no hay una poesía indígena, no hay una poesía popular autóctona. Las formas de la poesía mexicana no son sino las formas populares de la poesía española después de sufrir la misma operación que los mexicanistas académicos efectuaron en las formas cultas de la poesía bucólica al aplicarlas al paisaje de México. Por lo tanto, no hay una poesía castiza mexicana, auténticamente: el casticismo mexicano no ha sido un pastiche del casticismo español, la «castidad» del cual, por otra parte, es muy difícil demostrar, mientras que no lo son sus adulterios. La originalidad de la poesía mexicana no puede venirle sino de su radicalismo, de su universalidad. Esto es lo que le dio la poesía española al darle un origen, clásica y radicalmente: no unos hábitos acumulados hereditariamente, sino la capacidad de llevar en su universalidad sus raíces, de encontrar en su universalidad su animación. Hasta la poesía indígena recogida por los colonizadores españoles, como los cantos que se le atribuyen a Netzahualcóyotl, fueron en sus traducciones castellanas poesía cultas, familiares con los temas y las figuras de Horacio; es decir, fueron «desarraigadas» y sumadas a una tradición universal y transmigrante.

Todo clasicismo es una tradición transmigrante. En el pensamiento español que vino a América, no fue España sino un universalismo el que emigró, un universalismo que España no fue capaz de retener, puesto que dejó de emigrar -intelectualmente. No sólo México; toda la América nació a favor de la pasión universal que encendió al espíritu europeo en los siglos XVI y XVII, abriéndole los ojos a la naturaleza, despertándole la curiosidad de la ciencia, avivándole la avidez de conocer profundamente sus pasiones. La influencia de América fue profunda en Europa «desde el porvenir» y desde la distancia. La idea de América llegó a ser el más vivo fermento revolucionario, destruyendo las fronteras habituales del mundo, sólo con el poder de su imaginación. Este fermento no perdió su fuerza en el presente y en la realidad: América, en el pensamiento y en la acción del europeo que la poblaba, no dejó de ser la representación de la herejía. Esta condición original ha hecho imposible un casticismo en América, o sea una ortodoxia americana de la sangre. Esta condición muy pronto hizo sospechoso, a los europeos ortodoxos, lo que se producía en América y aspiraba naturalmente a la universalidad.

La originalidad americana de la poesía de México no debe buscarse en otra cosa que en su inclinación clásica, es decir, en su preferencia de las normas universales sobre las normas particulares De este modo, se ha expresado su fidelidad a su origen, en lo que consiste la originalidad. esa inclinación no pudo desaparecer ni del romanticismo mexicano, que ha sido una tendencia hacia la particularización, razón por la cual nuestro romanticismo se derivó directa, y no inversamente, de nuestra poesía académica. Así como las obras de sor Juana Inés de la Cruz y de Juan Ruiz de Alarcón se distinguen dentro del clasicismo español por su mayor radicalismo, nuestra poesía académica posterior se distingue de la similar española por una mayor libertad, por un apego menor a las formas artificiales de una escuela clásica «española», por un deseo natural de mantener viva una escuela clásica universal. Es decir,el academismo mexicano fue mucho menos academismo que el español: ningún casticismo le prohibía encontrar directamente en las fuentes clásicas griegas y latinas la autorización de su herejía y el ejemplo de su independencia y sus predilecciones revolucionarias. una de éstas era, cosa en España blasfematoria, no tener empacho en mirar su modelos y sus normas «también» en el clasicismo «francés».

La relación que se establece en la poesía mexicana entre el romanticismo y el academismo permanece oscura, y resulta como arbitraria y sin sentido , si se juzga de acuerdo con los más estrechos criterios escolares, que no acostumbran distinguir perfectamente el clasicismo del academismo, y arrojan el romanticismo en contra de los dos. En contra del clasicismo, el academismo fue quien se arrojó. El academismo ha sido un clasicismo «sin universalidad», un clasicismo «particular». Si se tiene presente que el romanticismo ha sido el amor de lo particular en el arte, se encontrarán razones para acercarlo al academismo y no para oponerlo a él. Sin embargo, el romanticismo difiere en su culto por la modernidad, cosa que hizo de él, más que un particularismo en el espacio, un particularismo en el tiempo, aunque también ha sido las dos cosas a la vez. Ahora bien, el academismo mexicano, sin una tradición clásica, histórica y geográficamente propia, estaba filosóficamente imposibilitado para ser un clasicismo castizo y particular: el universalismo estaba «necesariamente» presente en él. Cuando vino el romanticismo, puesto que era un particularismo «en el tiempo», puesto que era un culto de la «modernidad universal», satisfizo, inmediatamente, la necesidad de la poesía académica mexicana, aliándose con ella, antes que aniquilando sus inclinaciones. Los resultados más importantes de este extraño pero feliz y explicable concierto fueron Manuel José Othón y Salvador Díaz Mirón, clasicistas, latinistas, francesistas, modernos y americanos.

La constancia de una actitud clásica, hasta en la poesía mexicana «de la naturaleza», fue lo que le permitió resistirse a considerar románticamente el paisaje, es decir, animándolo con los movimientos sentimentales del espectador. Hubo que esperar al «modernismo» para que prosperaran las tentativas en este sentido por completo, es decir, para que no encontraran resistencia. Puede decirse que, en la poesía mexicana del paisaje, fueron primero las formas parnasianas que las estrictamente románticas, y esto, por la razón de que fue la poesía académica quien las acogió. Sin duda que esto no es exacto al pie de la letra, y un poeta tan académico como Pagaza no estuvo exento de romanticismo. Por lo demás, ya una poesía «de la naturaleza» pertenece al romanticismo por parnasiana, por descriptiva e impersonal que sea; pues no hay descripciones estrictamente impasibles. Podría decirse, por lo mismo, que hasta un poeta como Pesado no se libró del virus romántico, puesto que encontró satisfacción en la poesía descriptiva. Pero lo que merece especial atención es el movimiento recíproco: es decir, la influencia que ejerció, sobre la actitud romántica, la poesía académica o, en otras palabras, el humanismo que la poesía académica cultivaba con un admirable rigor.

Esta influencia es la que debe observarse en Manuel José Othón. Es una obediencia a ella lo que le da a su poesía un valor tan extraordinario. Superficialmente, Manuel José Othón no fue sino un poeta romántico, remiso a abandonar los hábitos académicos. Pero sise considera la cuestión de un modo inverso, se descubre el interés profundo que tiene. Podría decirse que en Manuel José Othón se da el absurdo de un humanismo del paisaje. Hay algo más que una mención geográfica en sus dos sonetos a Clearco Meonio, en que distingue la diversidad de paisajes que rodean a Clearco Meonio y a él. A él lo rodea un paisaje árido y desértico, un paisaje que no refleja, que no es sensible a los sentimientos humanos. Esta oposición aparece con un sentido profundo, es decir, con un sentido literario. Si Clearco Meonio es el académico que desliza hacia las playas románticas, Manuel José Othón es el hombre que, inversamente, sube hacia un ideal más riguroso que la complicidad de la naturaleza. Manuel José Othón es el poéticamente decepcionado del paisaje y, como es natural, del paisaje americano. Cuando fueron publicados los primeros poemas «modernistas», Manuel José Othón no pudo contener su escándalo. Que el romanticismo pudiera llegar a ese extremo, no tenía sentido para él. No deja de ser desconcertante que Othón haya concebido un romanticismo «con rigor» y que se haya escandalizado al encontrar en la nueva poesía que la esmeralda de los árboles fuera más que una metáfora retórica, y que los lagos se confundían positiva mente en la mente de los poetas con la plata, el zafiro y el lapislázuli. Pues en su poesía ya existen versos como éstos:

de la tarde la pálida elegía

y la balada azul…

Pero es indudable que,con todo y haber incurrido constante mente en el sentimentalismo romántico, Othón no advertía que su romanticismo contraria a los ideal clásicos, vivos en las formas académicas. Es seguro que no se sentía diferente en su romanticismo, ya no sólo de Joaquín Arcadio Pagaza, su contemporáneo, pero ni siquiera de José Joaquín Pesado, su sucesor. Y seguramente en la poesía sin escrúpulo académicos que provocó su alarma no condenaba los actos, no condenaba el pecado, sino la teoría, la consciencia que se complacía en el pecado y lo divinizaba. Años más tarde, Enrique González Martínez había de resucitar y justificar el escándalo de Othón, dentro del mismo «modernismo», haciendo, por decirlo así, una filosofía con él, y recordando significativamente, aunque sin deliberación quizá, las aprensiones de Othón ante las cosas inanimadas, a que el «modernismo», en pos de las tendencias románticas, prestaba sin temor ni respeto la más intemperante y la más superficial animación. Son de Othón estos versos, que González Martínez podría reclamar:

Sube al agrio peñón, y oirás conmigo

lo que dicen las cosas en la noche

y estos otros, mucho más significativos:

Mas ¿quién puede escuchar las misteriosas

voces que eleva en místico murmullo

el más oculto seno de las cosas?

La incomprensión con que Manuel José Othón recibió al «modernismo» es un juicio que nunca dejará de pesar sobre las obras «modernistas» y que explica el aislamiento y la lejanía en que Salvador Díaz Mirón se mantuvo, hasta su muerte, mientras el «modernismo» prosperó y consiguió opacar pasajeramente las voces más duraderas que él. La voz de Díaz Mirón enmudeció no sólo metafóricamente: desde la publicación de Lascas, su actividad poética se detuvo, incapaz, seguramente, de vencer el descontento que causaron en su espíritu no sólo la naturaleza de los nuevos prestigios literarios sino la propia tormenta interior, de la que se propuso labrar en su poesía una impasible y diáfana consciencia. La amplitud del alma fue mayor que la fuerza del espíritu; pero no mayor que su orgullo. El de este poeta fue el mismo destino trágico que mantuvo a la poesía de Othón su dignidad; pero sin la ingenuidad de Othón, sino con una penetración demoníaca; sin los límites tradicionales deliberadamente aceptados, sino con una pasión crítica devoradora de todo límite; sin la temperancia académica, sino con una inconformidad implacable.

Para comprender la grandeza de Díaz Mirón, hay que leerlo sin ingenuidad, hay que evitar el recibir su voz directamente, hay que poner en duda aquello que afirma de un modo inmediato, para sorprender aquello a lo que está respondiendo. En Díaz Mirón hay un interlocutor demoníaco cuya voz es laque interesa recoger a través de la directa del poeta. Su pensamiento, Entre la lectura y el lector se interpone un ruido exterior que aleja al texto, al cual hay que obligar a repetir. se interpone un «no», que hace necesaria una insistencia de parte del poeta, para responderle y afirmarse por encima de él. La poesía de Díaz Mirón es una poesía torturada, pero deliberadamente torturada; es una poesía sin bondad, una poesía «con enemigo», incapaz de producirse sino en la contienda, como fruto de la hostilidad. La atención que con este esfuerzo consigue permite oir también a su silencio».

Sise considera que Salvador Díaz Mirón «es el romanticismo mexicano», aparece de relieve lo que significaba al decir que la poesía mexicana, paradójicamente, llegó al romanticismo en busca de universalidad, en busca de un rigor más profundo; se tiene entonces la explicación más cierta de por qué la poesía mexicana abandonó la escuela española y volteó los ojos hacia Francia, donde podía encontrar que «el romanticismo era Baudelaire», un clásico moderno, fascinado por el temperamento «americano» de Edgar Allan Poe, el filósofo del radicalismo poético. Salvador Díaz Mirón es un romántico, pero hay que ir a la poesía clásica francesa para encontrar un idioma tan lógicamente riguroso como el suyo. Es un romántico, un poeta de la naturalza, pero es difícil encontrar ejemplos universales de la implacable razón de su naturaleza. En el desierto de Othón se ve todavía que

la belleza

en el pajizo algodonal levanta

de su «cándido» airón la blanca nota;

pero el desierto de Díaz Mirón es un desierto en que no queda ninguna candidez y en que ninguna niebla, ninguna sombra existe para proteger la fantasía:

El sito es ingrato por fétido y hosco.

El cardón, el nopal y la ortiga

prosperan; y el aire trasciende a boñiga,

a marisco y a cieno; y el mosco

pulula y hostiga.

El romanticismo de Díaz Mirón no tenía por objeto, ciertamente, desembarazar a la concepción de sus promesas, de sus compromisos; libertar a la fantasía, soltar a los sueños. La consecuencia de este rigor es también de las que no pueden atribuirse al romanticismo: el poeta se hizo infecundo, estéril, árido como el paisaje que pintaba. Mi admiración encuentra en tan orgulloso destino al heroísmo trágico que la enciende: Díaz Mirón prefirió agotar su fantasía sacrificar su razón. No soy yo de los que lo lamentan; para mí, su fecundidad está en su silencio; su silencio es sobre todo el que se escucha; otros poetas fueron indignos de callar.

En realidad, el romanticismo mexicano no se limitó a convivir atormentadamente con la poesía académica que mantenía vivos los ideales clásicos; pero el romanticismo que se mantuvo fiel a la estricta tendencia romántica no hizo otra cosa en un principio que repetir a Quintana, a Martínez de la Rosa, a Espronceda, a Bécquer y a Campoamor; no puede llamarse mexicano, sino por el accidente que le puso en México; no tiene ninguna significación personal. Hasta que no vino el «modernismo», no se sintió con una libertad completa y careció de autoridad, pues la poesía académica se la quitaba, conteniéndolo, limitándola a satisfacer los gustos incultos y populares. En los poetas «modernistas» vino a encontrar el romanticismo su expansión y su resarcimiento; entonces ya ningún rigor lo cohibió. Fueron los poetas «modernistas» quienes ya libremente hicieron pulular en el paisaje cadencias embriagadoras y brillos milunanochescos; no hubo objeto, por inerte que fuera, que al caer en el radio de su atención no se prestara a complacer sus sentimientos y a oscurecer su propia realidad. Ellos fueron quienes hicieron definitivamente a la poesía sensible, tierna y plañidera; ellos fueron quienes hicieron a la naturaleza histórica y a la historia fantasmagóricamente novelesca, y elaboraron una conmovedora y burguesa poesía cívica. Es imposible negar que algunas de sus obras poseen méritos; pero son de las que escapan a su verdadera inclinación; inclinación que se reconoce en los dos más prestigiosos poetas del movimiento: Gutiérrez Nájera y Amado Nervo, que son dos tristes, melancólicos, apesadumbrados, neurálgicos y pésimos poetas.

En medio de la expansión romántica del «modernismo»,  enrique González Martínez se alarma como Manuel José Othón y le da un nuevo y vigoroso relieve a  sus escrúpulos:

Busca en todas las cosas un alma y un sentido

oculto…

Tan significativo como que Díaz Mirón haya sido nuestro más grande romántico, es que González Martínez haya sido nuestro más grande simbolista. No fue,con seguridad, ni un accidente ni una aberración consentida el que se hubiera puesto en México, a la cabeza de una escuela literaria «esteticista», un temperamento de moralista, que no consiente en el pensamiento poético la embriaguez o que no se complace con ella. El conocido verso:

Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje,

es una herejía dentro del simbolismo. Sin embargo, González Martínez «es el simbolismo mexicano», no a pesar, sino gracias a esa herejía. La moralidad en su poesía es una reserva que hace una penitencia reflexiva, una especie de arrepentimiento; su objeto es alejarse la satisfacción, mantener viva y despierta la pena; a causa de ella se acerca a la belleza con desconfianza, prefiriendo su mentira en la imaginación a su falsa presencia. Se la nombra exactamente sise dice que exactamente es ésta una «desconfianza mexicana»; que es el temor de ser particular, de no concertar universalmente. La belleza -parece decir González Martínez- no me es familiar, no me está próxima; y con esta consciencia le devuelve su verdadera condición extraordinaria y furtiva, y no incurre en la romántica fatuidad de pensar que se la trae sujeta a los labios. La ambición de este poeta es la certidumbre, la evidencia, y su virtud se robustece en una indiferencia orgullosa semejante a la de Díaz Mirón. El efecto de su reserva es que debe buscarse su espíritu en la profundidad,donde mantiene su conflicto, y que deba admirarse una actitud que conduce a la poesía mexicana a la reflexión, y que la restituye, así no a la universalidad, al universalismo.

El «modernismo» mexicano tiene para la historia literaria el interés de haber sido un movimiento «francesista», que se desprende en absoluto de las tradiciones españolas. Por tanto, representa también, relativamente, en su totalidad, una decisión herética, pero que sólo en González Martínez recuerda su propósito de universalidad. En este movimiento se perdió por completo la posibilidad de que un españolismo legara a prosperar en México; pero no sólo ha sido incapaz de evitar un mexicanismo, sino que su propia tendencia particularista lo ha creado o fomentado. El mexicanismo en nuestra poesía contemporánea no es sino un «modernismo»aplicado al paisaje de México. Todos los mexicanismos en nuestra literatura no han sido sino aplicaciones al paisaje, es decir, no han tendio sino un puro carácter ornamental. Además, han podido existir sólo cuando una poesía extranjera, por su inclinación a lo particular, se ha prestado a recibir «lo mexicano» como objeto. En otras palabras, la literatura mexicanista no ha sido una literatura mexicana, sino el exotismo de una literatura extranjera. El romanticismo histórico hizo una poesía mexicanista con la historia mexicana; el costumbrismo español hizo un costumbrismo mexicano; el exotismo de la poesía simbolista y posimbolista francesa permitió un nuevo mexicanismo, como en España, ya desde Juan Ramón Jiménez, ha permitido un españolismo nuevo. En consecuencia, no es para extrañarse que en ningún mexicanismo de la literatura mexicana sea imposible encontrar la menor originalidad.

De Ramón López Velarde, poeta que murió a los 33 años de edad, en 1921, se ha hecho el representante de una escuela mexicanista; se ha hecho, pero indebidamente: Ramón López Velarde es uno de los poetas más originales de México. Parece que en él se hubieran vuelto manifiestamente fecundos y hubieran revelado su sentido el silencio de Díaz Mirón y la reserva de González Martínez. Es cierto que, en apariencia, López Velarde es el poeta del paisaje social de México; su más aplaudido poema –La suave Patria– es un canto a lo pintoresco mexicano; su primer libro de versos es el canto de la provincia. Sin embargo, en este aspecto de López Velarde hay que ver más una tolerancia suya que su verdadero carácter. Dentro de su propio paisajismo no logra ocultarse un sentimiento clásico, semejante al de Othón, pero mucho más significativo. López Velarde es también un decepcionado del paisaje. Su paisajismo es un gusto en el sentimiento de su decepción; sentimiento que resulta tanto más trágico cuanto que no es la naturaleza física laque le revela su aridez y su implacabilidad sino el paisaje humano: es el hombre quien se hace diáfano como un desierto, se expone a los más ardientes y ávidos rayos luminosos y pierde su candidez.

En Ramón López Velarde la poesía mexicana se reflexiona apasionadamente, repudia sus artificios y adquiere una consciencia de sus propósitos que es comparable, por su penetración, a la consciencia inmortal de Baudelaire. No son numerosos los poemas en que este poeta dejó lo mejor de sí mismo; son unos cuantos; pero bastan para que se le admire como el poeta más personal que en México ha existido. La llama que en su poesía se enciende no se limita a darle a ella su claridad, sino que ilumina el destino todo de la poesía mexicana. En Ramón López Velarde adquieren un sentido todas las tentativas poéticas mexicanas cuya originalidad es difícil advertir por su indecisión, su reserva o su proximidad a las diversas escuelas. Hasta la poesía académica más olvidada recobra un valor, que serguramente ignoró ella misma, cuando se la mira desde López Velarde. En este gran poeta, prematuramente muerto, la experiencia poética de México se aísla, se resume y se purga; sorprende profundamente «el carácter americano» de su destino, y se destina a la universalidad.

El Libro y el Pueblo, México, agosto, 1934, tomo XII, núm.8, p.3677-78.

15 abril, 2013

Poemas de Amado Nervo (1870-1919)


Amado Nervo: De Místicas (tomado de la Biblioteca Virtual Cervantes)

A Felipe II

Para Rafael Delgado.

   Ignoro qué corriente de ascetismo,
qué relación, qué afinidad impura
enlazó tu tristura y mi tristura
y adunó tu idealismo y mi idealismo.

   Más sé por intuición que un astro mismo  5
ha presidido nuestra noche oscura,
y que en mí como en ti libra la altura
un combate fatal con el abismo.

   ¡Oh, rey; eres mi rey! Hosco y sañudo
también soy; en un mar de arcano duelo  10
mí luminoso espíritu se pierde,

   y escondo como tú, soberbio y mudo,
bajo el negro jubón de terciopelo,
el cáncer implacable que me muerde.

A Kempis

Sicut nubes, quasi naves, velut umbra…

   Ha muchos años que busco el yermo,
ha muchos años que vivo triste,
ha muchos años que estoy enfermo,
¡y es por el libro que tú escribiste!

   ¡Oh Kempis, antes de leerte, amaba  5
la luz, las vegas, el mar Oceano;
mas tú dijiste que todo acaba,
que todo muere, que todo es vano!

   Antes, llevado de mis antojos,
besé los labios que al beso invitan,  10
las rubias trenzas, los grandes ojos,
¡sin acordarme que se marchitan!

   Mas como afirman doctores graves,
que tú, maestro, citas y nombras
que el hombre pasa como las naves,  15
como las nubes, como las sombras…

    huyo de todo terreno lazo,
ningún cariño mi mente alegra,
y con tu libro bajo del brazo
voy recorriendo la noche negra…  20

   ¡Oh Kempis, Kempis, asceta yermo,
pálido asceta, qué mal hiciste!
¡Ha muchos años que estoy enfermo,
y es por el libro que tú escribiste!
19 febrero, 2013

Carlos Pellicer: «Iguazú»


Saltos sobre el Río Iguazú desde el sendero br...

De Piedra de sacrificios; poema iberoamericano, 1924. En este libro (reeditado por el FCE y también, creo, por El Equilibrista), los títulos vienen como se ve en esta entrada: al final del texto y cargados a la derecha, en cursivas.

Agua de América,
agua salvaje, agua tremenda,
mi voluntad se echó a tus ruidos
como la luz sobre la selva.
Agua poderosa y terrible,
tu trueno es el mensaje
de las razas muertas a la gran raza viva
que alzará en años jóvenes la pirámide
de las renovaciones cívicas.
Desde los anfiteatros donde toca tu orquesta
se descuelgan las ráfagas sinfónicas
de la gracia y de la fuerza.
Y así desde México sigo
creyendo que las aguas de América
caen tan cerca de mi corazón,
como la sangre en las liturgias aztecas.
Lo mismo que frente al Tequendama
cuya catarata pasó por mis propias arterias,
ante ti el motor de mi ser centuplica
la libertad heroica de sus ansias
y enciende la voz del olvido
sobre sus horas trágicas.
Las grandes aguas del Señor
iluminan la sombra de las almas.
Y cantan las aguas la leyenda
de la selva que camina por las montañas
de las maderas ágiles que llegan
a pintar los paisajes coronados de pájaros
con sus banderas verdes y sus bejucos largos.
El agua del Iguazú se derrumba a grandes gritos
o cae en simple mediodía;
numera el infinito
igual en una cuerda que en locas griterías.
Se echa abajo rodando en franjas gruesas
o se deshila sutilmente;
echa a rodar dos mil cabezas
o aligera el destino de una frente.
Está cañoneando el abismo
con su artillería sin tregua.
En otro salto brinca como un niño
y en otro salto solamente sueña.
El río da cincuenta saltos
y en cada salto tiene una voz diversa.
Iguazú, Iguazú, Iguazú, Iguazú.
Con tambores gigantes llama a reunión a la selva;
con violines agudos atrae a la golondrina.
En re mayor toca un gran piano más lejos;
se inclina sobre los follajes como una lira
que conquista al hombre o al lucero
y en las guijas de abajo toca flautas líquidas.
Agua del Iguazú, agua grande, agua soberbia,
mi voluntad será como la tuya,
numerosa y fanática,
sin temores ni exclusas.
Acampará a tu vera para elogiar la música
de las aguas de América,
retornará el instante que hizo brotar tus rumbos,
alcanzará tu juventud perpetua
y humilde o grande se alzará en el mundo,
como tu voz en medio de la selva.

Iguazú

15 febrero, 2013

Manuel Carpio: «Las troyanas»


Andromache

Andromache (Photo credit: Stifts- och landsbiblioteket i Skara)

Fue tomada a traición Troya inocente;
murió el rey con la flor de sus troyanos,
y con sangre mancháronse inhumanos
los griegos, de los pies hasta la frente.

Entre el lloro y los gritos de la gente
al fin quemaron enemigas manos
muros y templos y los dioses vanos,
las torres y el alcázar eminente.

Mas la reina y sus fieles compañeras,
esclavas de señores arrogantes,
fueron a dar a tierras extranjeras;

Y a orillas de los mares resonantes
sentábanse a llorar las prisioneras,
vueltos a Ilión los pálidos semblantes.

El médico Manuel Carpio (1791-1860) es un personaje fundamental para la historia de su profesión y ciencia en mi país, México. También es uno de nuestros principales poetas neoclásicos. Transcribo este soneto de la antología de poesía decimonónica preparada por José Emilio Pacheco. Sobre el poema, anota Pacheco: «El destino de Hécuba, Casandra y Andrómaca en medio de la ruina de Troya inspiró la tragedia homónima de Eurípides estrenada en 415 a.C. Jean-Paul Sartre hizo una adaptación en 1965 de esta obra, la tragedia pacifista por excelencia».

 

11 febrero, 2013

Poemas de Gilberto Owen


An episode from the 5th voyage of Sinbad the S...

De Línea

POÉTICA
Esta forma, la más bella que los vicios, me hiere y escapa por el techo. Nunca lo hubiera sospechado de una forma que se llama María. Y es que no pensé en que jamás tomaba el ascensor, temía las escaleras como grave cardíaca, y, sin embargo, subía a menudo hasta mi cuarto.
Nos conocimos en el jardín de una postal. A mí, bigotes de miel y mejillas comestibles, los chicos del pueblo me encargaban substituirlos en la memoria de sus novias. Y llegué a ella paloma para ella de un mensaje que cantaba: «Siempre estarás oliendo en mí.»
Esta forma no les creía. Me prestaba sus orejas para que oyera el mar en un caracol, o su torso para que tocara la guitarra. Abría su mano como un abanico y todos los termómetros bajaban al cero. Para reírse de mí me dio a morder su seno, y el cristal me cortó la boca. Siempre andaba desnuda, pues las telas se hacían aire sobre su cuerpo, y tenía esa grupa exagerada de los desnudos de Kisling, sólo corregida su voluptuosidad por llamarse María.
A veces la mataba y sólo me reprochaba mi gusto por la vida: «¡Qué truculento tu realismo, hijo!» –Pero no la creáis, no era mi madre. Y hoy que quise enseñarle la retórica, me hirió en el rostro y huyó por el techo.

De «Sindbad el varado»

Día dieciséis,
El patriotero

Para qué huir. Para llegar al tránsito
heroico y ruin de una noche a la otra
por los días sin nadie de una Bagdad olvidadiza
en la que ya no encontraré mi calle;
a andar, a andar por otras de un infame pregón
en cada esquina,
reedificando a tientas mansiones suplantadas.

Acaso los muy viejos se acordarán a mi cansancio,
o acaso digan: «Es el marinero
que conquistó siete poemas,
pero la octava vez vuelve sin nada».

El cielo seguirá en su tarea pulcra
de almidonar sus nubes domingueras,
¡pero en mis ojos ha llovido en tantos deplorables paisajes!

La luz miniaturista seguirá dibujando
sus intachables árboles, sus pájaros exactos,
¡pero sobre mi frente no han arado en el mar tantas tinieblas!

La catedral sentada en su cátedra docta
dictará sumas de arte y teología,
pero ya en mis orejas sólo habita el zumbido
de un diablillo churrigueresco
y una cascada con su voz de campana cascada.

No huir. ¿Para qué? Si este dieciséis de Febrero borrascoso
volviera a serlo de Septiembre.

Día veintidós, 
Tu nombre, Poesía

Y saber luego que eres tú
barca de brisa contra mis peñascos;
y saber luego que eres tú
viento de hielo sobre mis trigales humillados e írritos:
frágil contra la altura de mi frente,
mortal para mis ojos,
Inflexible a mi oído y esclava de mi lengua.

Nadie me dijo el nombre de la rosa, lo supe con olerte,
enamorada virgen que hoy me dueles a flor en amor dada.

Trepar, trepar sin pausa de una espina a la otra
y ser ésta la espina cuadragésima,
y estar siempre tan cerca tu enigma de mi mano,
pero siempre una brasa más arriba,
siempre esa larga espera entre mirar la hora
y volver a mirarla un instante después.

Y hallar al fin, exangüe y desolado,
descubrir que es en mí donde tú estabas,
porque tú estás en todas partes
y no sólo en el cielo donde yo te he buscado,
que eres tú, que no yo, tuya y no mía,
qa voz que se desangra por mis llagas.

1 febrero, 2013

José Juan Tablada en internet


tablada-web

12 noviembre, 2012

Sitio dedicado a la novela corta en español


 

Un pequeño vistazo al acervo de esta biblioteca virtual: