Tomado de: J. L. Martínez, editor. El ensayo: siglos XIX y XX. 2a. ed. Gran Colección de la Literatura Mexicana. México: Patria, 1992. Para algunos detalles, lo cotejé con la edición de las Obras de Cuesta, de Miguel Capistrán, Jesús R. Martínez Malo, Víctor Peláez Cuesta y Luis Mario Schneider (El Equilibrista, 1994). Lo transcribí un poco a marchas forzadas, por ello es muy posible que haya erratas, y gruesas. Por favor, indíquenmelas. Si me da tiempo, añadiré después algunas notas o vínculos aclaratorios.
La historia de la poesía mexicana es una historia universal de la poesía: pudo haber sucedido en cualquier otro país; tiene una significación para cualquier espíritu culto que la considere y aspire a comprender los ideales que ha servido y que la han caracterizado. Estos ideales que, en un espacio geográfico limitado -México-, dentro de una sociedad particular -la mexicana- y a través de una época histórica definida, fascinaron a diversos temperamentos, han sido, también por la variedad de sus apariencias, también por la variabilidad de su formas, los mimo ideales que ha perseguido la poesía de cualquier otra nación moderna. Hasta cuando, siguiendo las múltiples tendencias románticas, sus productos han sido los más particulares o los más exóticos, la poesía mexicana no ha podido sustraerse de verificar, de esta manera, un destino universal de la poesía. Cuando se ha «mexicanizado», cuando se ha «americanizado», cuando, por ejemplo, se ha buscado a través del empleo de giros y vocablos indígenas, no puede evitar que aun así haya sido, tan sólo, uno de tantos exotismos que han distraído y cautivado accidentalmente a la consciencia de una sola cultura: la occidental. Por esta razón, la poesía mexicana es una poesía «europea», como en rigor, toda poesía americana lo es.
Estrictamente, la poesía mexicana es una poesía española; pero no es ésta tampoco la razón que la particulariza o le crea una dependencia orgánica necesaria; por el contrario, es una de las razones que hacen, de la española, una poesía universal. Si debiera señalarse la aportación particular de la poesía mexicana a la poesía española, habría que decir, ambiciosa pero exactamente, que es la universalidad. Ésta es la condición que se verifica cuando, dentro de la literatura española, la mexicana es capaz de poseer una independencia, un espíritu propio. No digo que en México el pensamiento haya alcanzado su universalidad, sino que necesariamente había tenido que alcanzarla para poder ser mexicano una vez. Gracias a su universalidad, la poesía española pudo dar origen a una mexicana. Consciente de este origen, y constantemente fiel a él, la función de la poesía mexicana, «dentro» de la española, ha sido el mantenerle, el recordarle esa universalidad.
Los orígenes de la poesía mexicana se confunden con una de las más brillantes épocas de la poesía. Sus primeros balbuceos fueron obras clásicas y perfectas, que no ven disminuido su valor dentro de la competencia poética universal más admirable que haya habido nunca. Desde su nacimiento entró en la madurez; desde su infancia fue suya una responsabilidad superior que fascinaba a los más grandes ingenios de una gran época, en las más grandes naciones. Inmediatamente entró de lleno en la tradición más honrosa y tuvo que satisfacer al más exigente linaje. Es imposible suponer siquiera la probabilidad de que el pensamiento mexicano, en su nacimiento, no hubiera sentido la dominación de un pensamiento que dominaba universalmente, como no es posible suponer tampoco que hubiera podido nacer y desenvolverse de un modo original sin la obra de esa fascinación.
ha sido un compromiso para la historia de la literatura mexicana esa identidad de sus orígenes con la literatura clásica española. ¿Las obras de don Juan Ruiz de Alarcón o de sor Juana Inés de la Cruz pertenecen a la literatura española o pueden considerarse ya como una literatura mexicana? Pero este problema es absolutamente vano, si se recuerda que se trata de una literatura española clásica, es decir, con un lenguaje y una significación universales. Tampoco pertenecen exclusivamente a España las odas de Fray Luis de León o de Francisco de Rioja. La vida de una cultura española en América no se explica sin un «desprendimiento» de España, es decir, no se explican sin un «clasicismo», sin un universalismo español. La dominación de España en América-también en la poesía-fue la dominación de un pensamiento universal, un pensamiento que era también el de Italia, Francia e Inglaterra, y que bebía en las fuentes «clásicas» de Grecia y de Roma. No habría habido una literatura española en América si el idioma español no hubiera sido un idioma universal y culto, capaz de servir a la expresión de no importa qué temperamento; capaz de dar forma a una literatura original y nueva en no importa qué latitud. En los Estados Unidos, de una manera semejante, se habría adoptado el latín por ejemplo como lenguaje literario, si el inglés no hubiera poseído, gracias a su cultura, gracias a su relación con las más diversas maneras del sentir y del pensar, la capacidad de recibir en sus formas no importa qué nuevas e inesperadas concepciones. Junto con las formas cultas del español, pasaron a México también las formas populares. Pero si sólo éstas hubieran pasado, hoy sería la fecha en que quizá no podría hablarse de una literatura mexicana original, aunque, en cambio, habría en México una literatura «castiza», que los escritores españoles considerarían siempre con benevolencia y habría figurado en sus antologías como propia. Pero esto no es lo que ha sucedido: desde un principio florecieron en México las formas críticas y reflexivas de la literatura castellana.
En consecuencia, los escritores españoles han considerado tradicionalmente con desprecio hasta las obras de Ruiz de Alarcón y de Sor Juana Inés de la Cruz, a las que ningún mesticismo excluye de la sangre española. Pero las excluye, según parece, su carácter crítico y reflexivo, su calidad universal. La literatura española de México ha tenido la suerte de ser considerada en España como una literatura descastada. Este juicio no se ha equivocado, puesto que la devuelve a la mejor tradición española, que no es una tradición castiza: a la tradición clásica, que es la tradición de la herejía, la única posible tradición americana.
En México no hay una poesía indígena, no hay una poesía popular autóctona. Las formas de la poesía mexicana no son sino las formas populares de la poesía española después de sufrir la misma operación que los mexicanistas académicos efectuaron en las formas cultas de la poesía bucólica al aplicarlas al paisaje de México. Por lo tanto, no hay una poesía castiza mexicana, auténticamente: el casticismo mexicano no ha sido un pastiche del casticismo español, la «castidad» del cual, por otra parte, es muy difícil demostrar, mientras que no lo son sus adulterios. La originalidad de la poesía mexicana no puede venirle sino de su radicalismo, de su universalidad. Esto es lo que le dio la poesía española al darle un origen, clásica y radicalmente: no unos hábitos acumulados hereditariamente, sino la capacidad de llevar en su universalidad sus raíces, de encontrar en su universalidad su animación. Hasta la poesía indígena recogida por los colonizadores españoles, como los cantos que se le atribuyen a Netzahualcóyotl, fueron en sus traducciones castellanas poesía cultas, familiares con los temas y las figuras de Horacio; es decir, fueron «desarraigadas» y sumadas a una tradición universal y transmigrante.
Todo clasicismo es una tradición transmigrante. En el pensamiento español que vino a América, no fue España sino un universalismo el que emigró, un universalismo que España no fue capaz de retener, puesto que dejó de emigrar -intelectualmente. No sólo México; toda la América nació a favor de la pasión universal que encendió al espíritu europeo en los siglos XVI y XVII, abriéndole los ojos a la naturaleza, despertándole la curiosidad de la ciencia, avivándole la avidez de conocer profundamente sus pasiones. La influencia de América fue profunda en Europa «desde el porvenir» y desde la distancia. La idea de América llegó a ser el más vivo fermento revolucionario, destruyendo las fronteras habituales del mundo, sólo con el poder de su imaginación. Este fermento no perdió su fuerza en el presente y en la realidad: América, en el pensamiento y en la acción del europeo que la poblaba, no dejó de ser la representación de la herejía. Esta condición original ha hecho imposible un casticismo en América, o sea una ortodoxia americana de la sangre. Esta condición muy pronto hizo sospechoso, a los europeos ortodoxos, lo que se producía en América y aspiraba naturalmente a la universalidad.
La originalidad americana de la poesía de México no debe buscarse en otra cosa que en su inclinación clásica, es decir, en su preferencia de las normas universales sobre las normas particulares De este modo, se ha expresado su fidelidad a su origen, en lo que consiste la originalidad. esa inclinación no pudo desaparecer ni del romanticismo mexicano, que ha sido una tendencia hacia la particularización, razón por la cual nuestro romanticismo se derivó directa, y no inversamente, de nuestra poesía académica. Así como las obras de sor Juana Inés de la Cruz y de Juan Ruiz de Alarcón se distinguen dentro del clasicismo español por su mayor radicalismo, nuestra poesía académica posterior se distingue de la similar española por una mayor libertad, por un apego menor a las formas artificiales de una escuela clásica «española», por un deseo natural de mantener viva una escuela clásica universal. Es decir,el academismo mexicano fue mucho menos academismo que el español: ningún casticismo le prohibía encontrar directamente en las fuentes clásicas griegas y latinas la autorización de su herejía y el ejemplo de su independencia y sus predilecciones revolucionarias. una de éstas era, cosa en España blasfematoria, no tener empacho en mirar su modelos y sus normas «también» en el clasicismo «francés».
La relación que se establece en la poesía mexicana entre el romanticismo y el academismo permanece oscura, y resulta como arbitraria y sin sentido , si se juzga de acuerdo con los más estrechos criterios escolares, que no acostumbran distinguir perfectamente el clasicismo del academismo, y arrojan el romanticismo en contra de los dos. En contra del clasicismo, el academismo fue quien se arrojó. El academismo ha sido un clasicismo «sin universalidad», un clasicismo «particular». Si se tiene presente que el romanticismo ha sido el amor de lo particular en el arte, se encontrarán razones para acercarlo al academismo y no para oponerlo a él. Sin embargo, el romanticismo difiere en su culto por la modernidad, cosa que hizo de él, más que un particularismo en el espacio, un particularismo en el tiempo, aunque también ha sido las dos cosas a la vez. Ahora bien, el academismo mexicano, sin una tradición clásica, histórica y geográficamente propia, estaba filosóficamente imposibilitado para ser un clasicismo castizo y particular: el universalismo estaba «necesariamente» presente en él. Cuando vino el romanticismo, puesto que era un particularismo «en el tiempo», puesto que era un culto de la «modernidad universal», satisfizo, inmediatamente, la necesidad de la poesía académica mexicana, aliándose con ella, antes que aniquilando sus inclinaciones. Los resultados más importantes de este extraño pero feliz y explicable concierto fueron Manuel José Othón y Salvador Díaz Mirón, clasicistas, latinistas, francesistas, modernos y americanos.
La constancia de una actitud clásica, hasta en la poesía mexicana «de la naturaleza», fue lo que le permitió resistirse a considerar románticamente el paisaje, es decir, animándolo con los movimientos sentimentales del espectador. Hubo que esperar al «modernismo» para que prosperaran las tentativas en este sentido por completo, es decir, para que no encontraran resistencia. Puede decirse que, en la poesía mexicana del paisaje, fueron primero las formas parnasianas que las estrictamente románticas, y esto, por la razón de que fue la poesía académica quien las acogió. Sin duda que esto no es exacto al pie de la letra, y un poeta tan académico como Pagaza no estuvo exento de romanticismo. Por lo demás, ya una poesía «de la naturaleza» pertenece al romanticismo por parnasiana, por descriptiva e impersonal que sea; pues no hay descripciones estrictamente impasibles. Podría decirse, por lo mismo, que hasta un poeta como Pesado no se libró del virus romántico, puesto que encontró satisfacción en la poesía descriptiva. Pero lo que merece especial atención es el movimiento recíproco: es decir, la influencia que ejerció, sobre la actitud romántica, la poesía académica o, en otras palabras, el humanismo que la poesía académica cultivaba con un admirable rigor.
Esta influencia es la que debe observarse en Manuel José Othón. Es una obediencia a ella lo que le da a su poesía un valor tan extraordinario. Superficialmente, Manuel José Othón no fue sino un poeta romántico, remiso a abandonar los hábitos académicos. Pero sise considera la cuestión de un modo inverso, se descubre el interés profundo que tiene. Podría decirse que en Manuel José Othón se da el absurdo de un humanismo del paisaje. Hay algo más que una mención geográfica en sus dos sonetos a Clearco Meonio, en que distingue la diversidad de paisajes que rodean a Clearco Meonio y a él. A él lo rodea un paisaje árido y desértico, un paisaje que no refleja, que no es sensible a los sentimientos humanos. Esta oposición aparece con un sentido profundo, es decir, con un sentido literario. Si Clearco Meonio es el académico que desliza hacia las playas románticas, Manuel José Othón es el hombre que, inversamente, sube hacia un ideal más riguroso que la complicidad de la naturaleza. Manuel José Othón es el poéticamente decepcionado del paisaje y, como es natural, del paisaje americano. Cuando fueron publicados los primeros poemas «modernistas», Manuel José Othón no pudo contener su escándalo. Que el romanticismo pudiera llegar a ese extremo, no tenía sentido para él. No deja de ser desconcertante que Othón haya concebido un romanticismo «con rigor» y que se haya escandalizado al encontrar en la nueva poesía que la esmeralda de los árboles fuera más que una metáfora retórica, y que los lagos se confundían positiva mente en la mente de los poetas con la plata, el zafiro y el lapislázuli. Pues en su poesía ya existen versos como éstos:
de la tarde la pálida elegía
y la balada azul…
Pero es indudable que,con todo y haber incurrido constante mente en el sentimentalismo romántico, Othón no advertía que su romanticismo contraria a los ideal clásicos, vivos en las formas académicas. Es seguro que no se sentía diferente en su romanticismo, ya no sólo de Joaquín Arcadio Pagaza, su contemporáneo, pero ni siquiera de José Joaquín Pesado, su sucesor. Y seguramente en la poesía sin escrúpulo académicos que provocó su alarma no condenaba los actos, no condenaba el pecado, sino la teoría, la consciencia que se complacía en el pecado y lo divinizaba. Años más tarde, Enrique González Martínez había de resucitar y justificar el escándalo de Othón, dentro del mismo «modernismo», haciendo, por decirlo así, una filosofía con él, y recordando significativamente, aunque sin deliberación quizá, las aprensiones de Othón ante las cosas inanimadas, a que el «modernismo», en pos de las tendencias románticas, prestaba sin temor ni respeto la más intemperante y la más superficial animación. Son de Othón estos versos, que González Martínez podría reclamar:
Sube al agrio peñón, y oirás conmigo
lo que dicen las cosas en la noche
y estos otros, mucho más significativos:
Mas ¿quién puede escuchar las misteriosas
voces que eleva en místico murmullo
el más oculto seno de las cosas?
La incomprensión con que Manuel José Othón recibió al «modernismo» es un juicio que nunca dejará de pesar sobre las obras «modernistas» y que explica el aislamiento y la lejanía en que Salvador Díaz Mirón se mantuvo, hasta su muerte, mientras el «modernismo» prosperó y consiguió opacar pasajeramente las voces más duraderas que él. La voz de Díaz Mirón enmudeció no sólo metafóricamente: desde la publicación de Lascas, su actividad poética se detuvo, incapaz, seguramente, de vencer el descontento que causaron en su espíritu no sólo la naturaleza de los nuevos prestigios literarios sino la propia tormenta interior, de la que se propuso labrar en su poesía una impasible y diáfana consciencia. La amplitud del alma fue mayor que la fuerza del espíritu; pero no mayor que su orgullo. El de este poeta fue el mismo destino trágico que mantuvo a la poesía de Othón su dignidad; pero sin la ingenuidad de Othón, sino con una penetración demoníaca; sin los límites tradicionales deliberadamente aceptados, sino con una pasión crítica devoradora de todo límite; sin la temperancia académica, sino con una inconformidad implacable.
Para comprender la grandeza de Díaz Mirón, hay que leerlo sin ingenuidad, hay que evitar el recibir su voz directamente, hay que poner en duda aquello que afirma de un modo inmediato, para sorprender aquello a lo que está respondiendo. En Díaz Mirón hay un interlocutor demoníaco cuya voz es laque interesa recoger a través de la directa del poeta. Su pensamiento, Entre la lectura y el lector se interpone un ruido exterior que aleja al texto, al cual hay que obligar a repetir. se interpone un «no», que hace necesaria una insistencia de parte del poeta, para responderle y afirmarse por encima de él. La poesía de Díaz Mirón es una poesía torturada, pero deliberadamente torturada; es una poesía sin bondad, una poesía «con enemigo», incapaz de producirse sino en la contienda, como fruto de la hostilidad. La atención que con este esfuerzo consigue permite oir también a su silencio».
Sise considera que Salvador Díaz Mirón «es el romanticismo mexicano», aparece de relieve lo que significaba al decir que la poesía mexicana, paradójicamente, llegó al romanticismo en busca de universalidad, en busca de un rigor más profundo; se tiene entonces la explicación más cierta de por qué la poesía mexicana abandonó la escuela española y volteó los ojos hacia Francia, donde podía encontrar que «el romanticismo era Baudelaire», un clásico moderno, fascinado por el temperamento «americano» de Edgar Allan Poe, el filósofo del radicalismo poético. Salvador Díaz Mirón es un romántico, pero hay que ir a la poesía clásica francesa para encontrar un idioma tan lógicamente riguroso como el suyo. Es un romántico, un poeta de la naturalza, pero es difícil encontrar ejemplos universales de la implacable razón de su naturaleza. En el desierto de Othón se ve todavía que
la belleza
en el pajizo algodonal levanta
de su «cándido» airón la blanca nota;
pero el desierto de Díaz Mirón es un desierto en que no queda ninguna candidez y en que ninguna niebla, ninguna sombra existe para proteger la fantasía:
El sito es ingrato por fétido y hosco.
El cardón, el nopal y la ortiga
prosperan; y el aire trasciende a boñiga,
a marisco y a cieno; y el mosco
pulula y hostiga.
El romanticismo de Díaz Mirón no tenía por objeto, ciertamente, desembarazar a la concepción de sus promesas, de sus compromisos; libertar a la fantasía, soltar a los sueños. La consecuencia de este rigor es también de las que no pueden atribuirse al romanticismo: el poeta se hizo infecundo, estéril, árido como el paisaje que pintaba. Mi admiración encuentra en tan orgulloso destino al heroísmo trágico que la enciende: Díaz Mirón prefirió agotar su fantasía sacrificar su razón. No soy yo de los que lo lamentan; para mí, su fecundidad está en su silencio; su silencio es sobre todo el que se escucha; otros poetas fueron indignos de callar.
En realidad, el romanticismo mexicano no se limitó a convivir atormentadamente con la poesía académica que mantenía vivos los ideales clásicos; pero el romanticismo que se mantuvo fiel a la estricta tendencia romántica no hizo otra cosa en un principio que repetir a Quintana, a Martínez de la Rosa, a Espronceda, a Bécquer y a Campoamor; no puede llamarse mexicano, sino por el accidente que le puso en México; no tiene ninguna significación personal. Hasta que no vino el «modernismo», no se sintió con una libertad completa y careció de autoridad, pues la poesía académica se la quitaba, conteniéndolo, limitándola a satisfacer los gustos incultos y populares. En los poetas «modernistas» vino a encontrar el romanticismo su expansión y su resarcimiento; entonces ya ningún rigor lo cohibió. Fueron los poetas «modernistas» quienes ya libremente hicieron pulular en el paisaje cadencias embriagadoras y brillos milunanochescos; no hubo objeto, por inerte que fuera, que al caer en el radio de su atención no se prestara a complacer sus sentimientos y a oscurecer su propia realidad. Ellos fueron quienes hicieron definitivamente a la poesía sensible, tierna y plañidera; ellos fueron quienes hicieron a la naturaleza histórica y a la historia fantasmagóricamente novelesca, y elaboraron una conmovedora y burguesa poesía cívica. Es imposible negar que algunas de sus obras poseen méritos; pero son de las que escapan a su verdadera inclinación; inclinación que se reconoce en los dos más prestigiosos poetas del movimiento: Gutiérrez Nájera y Amado Nervo, que son dos tristes, melancólicos, apesadumbrados, neurálgicos y pésimos poetas.
En medio de la expansión romántica del «modernismo», enrique González Martínez se alarma como Manuel José Othón y le da un nuevo y vigoroso relieve a sus escrúpulos:
Busca en todas las cosas un alma y un sentido
oculto…
Tan significativo como que Díaz Mirón haya sido nuestro más grande romántico, es que González Martínez haya sido nuestro más grande simbolista. No fue,con seguridad, ni un accidente ni una aberración consentida el que se hubiera puesto en México, a la cabeza de una escuela literaria «esteticista», un temperamento de moralista, que no consiente en el pensamiento poético la embriaguez o que no se complace con ella. El conocido verso:
Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje,
es una herejía dentro del simbolismo. Sin embargo, González Martínez «es el simbolismo mexicano», no a pesar, sino gracias a esa herejía. La moralidad en su poesía es una reserva que hace una penitencia reflexiva, una especie de arrepentimiento; su objeto es alejarse la satisfacción, mantener viva y despierta la pena; a causa de ella se acerca a la belleza con desconfianza, prefiriendo su mentira en la imaginación a su falsa presencia. Se la nombra exactamente sise dice que exactamente es ésta una «desconfianza mexicana»; que es el temor de ser particular, de no concertar universalmente. La belleza -parece decir González Martínez- no me es familiar, no me está próxima; y con esta consciencia le devuelve su verdadera condición extraordinaria y furtiva, y no incurre en la romántica fatuidad de pensar que se la trae sujeta a los labios. La ambición de este poeta es la certidumbre, la evidencia, y su virtud se robustece en una indiferencia orgullosa semejante a la de Díaz Mirón. El efecto de su reserva es que debe buscarse su espíritu en la profundidad,donde mantiene su conflicto, y que deba admirarse una actitud que conduce a la poesía mexicana a la reflexión, y que la restituye, así no a la universalidad, al universalismo.
El «modernismo» mexicano tiene para la historia literaria el interés de haber sido un movimiento «francesista», que se desprende en absoluto de las tradiciones españolas. Por tanto, representa también, relativamente, en su totalidad, una decisión herética, pero que sólo en González Martínez recuerda su propósito de universalidad. En este movimiento se perdió por completo la posibilidad de que un españolismo legara a prosperar en México; pero no sólo ha sido incapaz de evitar un mexicanismo, sino que su propia tendencia particularista lo ha creado o fomentado. El mexicanismo en nuestra poesía contemporánea no es sino un «modernismo»aplicado al paisaje de México. Todos los mexicanismos en nuestra literatura no han sido sino aplicaciones al paisaje, es decir, no han tendio sino un puro carácter ornamental. Además, han podido existir sólo cuando una poesía extranjera, por su inclinación a lo particular, se ha prestado a recibir «lo mexicano» como objeto. En otras palabras, la literatura mexicanista no ha sido una literatura mexicana, sino el exotismo de una literatura extranjera. El romanticismo histórico hizo una poesía mexicanista con la historia mexicana; el costumbrismo español hizo un costumbrismo mexicano; el exotismo de la poesía simbolista y posimbolista francesa permitió un nuevo mexicanismo, como en España, ya desde Juan Ramón Jiménez, ha permitido un españolismo nuevo. En consecuencia, no es para extrañarse que en ningún mexicanismo de la literatura mexicana sea imposible encontrar la menor originalidad.
De Ramón López Velarde, poeta que murió a los 33 años de edad, en 1921, se ha hecho el representante de una escuela mexicanista; se ha hecho, pero indebidamente: Ramón López Velarde es uno de los poetas más originales de México. Parece que en él se hubieran vuelto manifiestamente fecundos y hubieran revelado su sentido el silencio de Díaz Mirón y la reserva de González Martínez. Es cierto que, en apariencia, López Velarde es el poeta del paisaje social de México; su más aplaudido poema –La suave Patria– es un canto a lo pintoresco mexicano; su primer libro de versos es el canto de la provincia. Sin embargo, en este aspecto de López Velarde hay que ver más una tolerancia suya que su verdadero carácter. Dentro de su propio paisajismo no logra ocultarse un sentimiento clásico, semejante al de Othón, pero mucho más significativo. López Velarde es también un decepcionado del paisaje. Su paisajismo es un gusto en el sentimiento de su decepción; sentimiento que resulta tanto más trágico cuanto que no es la naturaleza física laque le revela su aridez y su implacabilidad sino el paisaje humano: es el hombre quien se hace diáfano como un desierto, se expone a los más ardientes y ávidos rayos luminosos y pierde su candidez.
En Ramón López Velarde la poesía mexicana se reflexiona apasionadamente, repudia sus artificios y adquiere una consciencia de sus propósitos que es comparable, por su penetración, a la consciencia inmortal de Baudelaire. No son numerosos los poemas en que este poeta dejó lo mejor de sí mismo; son unos cuantos; pero bastan para que se le admire como el poeta más personal que en México ha existido. La llama que en su poesía se enciende no se limita a darle a ella su claridad, sino que ilumina el destino todo de la poesía mexicana. En Ramón López Velarde adquieren un sentido todas las tentativas poéticas mexicanas cuya originalidad es difícil advertir por su indecisión, su reserva o su proximidad a las diversas escuelas. Hasta la poesía académica más olvidada recobra un valor, que serguramente ignoró ella misma, cuando se la mira desde López Velarde. En este gran poeta, prematuramente muerto, la experiencia poética de México se aísla, se resume y se purga; sorprende profundamente «el carácter americano» de su destino, y se destina a la universalidad.
El Libro y el Pueblo, México, agosto, 1934, tomo XII, núm.8, p.3677-78.