Ignacio Manuel Altamirano publicó, del 30 de julio al 4 de agosto 1868, una serie de ensayos titulados Revistas literarias en el folletín del periódico La Iberia. Estos ensayos constituyen toda una historia de la literatura mexicana, según el consenso de los historiadores y críticos de nuestras letras. He aquí la segunda entrega, en la que expone su proyecto de nacionalismo literario.
Podemos encontrar la totalidad de las Revistas literarias en la Biblioteca Virtual Antorcha.
Lo repetimos: el movimiento literario es visible. Hace algunos meses todavía, la prensa no publicaba sino escritos políticos y obras literarias extranjeras. Hoy se están publicando a un tiempo varias novelas, poesías, folletines de literatura, artículos de costumbres y estudios históricos, toda obra de jóvenes mexicanos, impulsados por el entusiasmo que cunde más cada día. El público, cansado de las áridas discusiones de política, recibe con placer estas publicaciones, las lee con avidez, las aplaude; y todo nos hace creer que dentro de poco podrá la protección pública venir en auxilio de la literatura y recompensar los afanes de los literatos, no siendo ya este trabajo estéril y sin esperanza.
Hace poco en España, rica sólo con el Quijote, no había nacido aún la novela moderna, y el teatro nada producía al poeta dramático. Los traductores de la novela o del teatro de la vecina Francia eran los únicos que podían vivir de su miserable trabajo. Hoy Fernández y González, Pérez Escrich, Fernán Caballero, Larra y Eguilaz tienen habitaciones muy diferentes del del zaquizamí de Cervantes, y reciben por sus obras sendos billetes de banco, no un puñado de reales de vellón como aquellos con que mezquinas empresas pagaban el gran ingenio de Bretón de los Herreros cuando joven (1).
¡Ojalá que en México pronto podamos decir lo mismo! Lo deseamos por el progreso de la literatura, porque es indudable que la recompensa es un estímulo para el trabajo. ¿Y por qué no ha de realizarse esta esperanza? ¿Acaso en nuestra patria no hay un campo vastísimo de que pueden sacar provecho el novelista, el historiador y el poeta para sus leyendas, sus estudios y sus epopeyas o sus dramas?
¡Oh!, si algo es rico en elementos para el literato, es este país, del mismo modo que lo es para el agricultor y para el industrial.
La historia antigua de México es una mina inagotable. Los sabios extranjeros la dirigen miradas llenas de interés, los viajeros ilustres visitan a porfía las grandiosas ruinas de Yucatán, del Palenque y de Puebla, con la misma curiosidad con que visitan las de Egipto, de la India y de Pompeya. Las páginas de Gómara, de Ixtlilxóchitl (2) y de Clavijero se traducen en todos los idiomas, y dan lugar a profundas indagaciones. Lord Kingsborugh (3) sacrificó un inmenso capital a la investigación sobre antigüedades mexicanas, siendo el resultado de ellas una obra bellísima e interesante, muy difícil de conseguir ahora. Podría hacerse una biblioteca con las publicaciones extranjeras que sobre nuestra patria aparecen cada día. Pero estos tesoros a nadie deben enriquecer más que a los historiadores mexicanos. El extranjero charlatán desnaturaliza los sucesos del pueblo azteca en ridículas leyendas, que se leen, sin embargo, con avidez en Europa. Los tres siglos de la dominación española son un manantial de leyendas poéticas y magníficas. Ahí está Cortés con sus atrevidos aventureros; ahí está Muñoz (4) con sus horcas y asesinatos; ahí está esa larga serie de virreyes, ilustres los unos y benéficos, tiránicos los otros, pero notables los más por los monumentos que dejaron.
Ahí están esos misioneros que predican y convierten a la religión de la Cruz a pueblos numerosos e idólatras; ahí están los encomenderos con sus expoliaciones y sus tremendas aventuras; ahí están esos obispos opulentos como reyes, esos conventos ricos como palacios; ahí está esa Inquisición terrible, que viene también de Europa pretendiendo “quemar las ideas” en América; ahí están esas iglesias dispersas en las campiñas y en las gargantas de las cordilleras, como castillos feudales, con almenas y aspilleras, con foso y poterna, con horca y campanario. Ahí están esos pueblecitos hermosísimos, que se cuelgan como canastillos de flores en los flancos de las montañas y en las crestas de la sierra, donde se refugiaron los tepexquis y los tlatoanis de la vencida monarquía, obstinados en no mezclarse con la raza conquistadora y en no hacer oración en los nuevos adoratorios que se levantaban sobre los escombros de sus teocallis. Allí, en esos pueblecitos, permaneció por mucho tiempo viva y venerada la religión azteca; y no seremos temerarios si aseguramos que permaneció aún oculta, secreta, pero ardiente y disimulada con las fiestas del catolicismo, tras de las cuales se esconden las solemnidades místicas de Huitzilopoxtli, de Cinanteutli y de Mitlanteutli, el Marte, la Ceres y la Proserpina de nuestros mayores (5).
¿Quién al ver los risueños lagos del Valle de México, sus volcanes poblados de fantasmas, cuyas leyendas recogen los habitantes de la falda, sus pueblos fértiles, sus encantados jardines y sus bosques seculares, por donde parecen pasearse aún las sombras de los antiguos sultanes del Anáhuac y las de sus bellas odaliscas princesas, no se ve tentado de crear la leyenda mexicana?
¿Quién no desea recoger en interesantes páginas las guerras de los indios de Yucatán, que son los Araucanos de México, (6) las tradiciones del pueblo tarasco, tan inteligente y tan poético, las terribles escenas de las fronteras del norte, en cuyos desiertos cruzan ligeras las tribus salvajes y viven sobresaltados los colonos de raza española, con el arma al brazo y librando combates espantosos cada día?
¿Pues acaso Fenimore Cooper tuvo más ricos elementos para crear la novela americana y rivalizar con Walter Scott en originalidad y en fuerza de imaginación? ¿Pues acaso el novelista escocés necesitó más que estudiar las antiguas tradiciones de la tierra de Fingal (7) para revestirlas con los mágicos colores de la fantasía y llamar la atención del mundo sobre su nebuloso país, antes tan desconocido?
Nuestras guerras de independencia son fecundas en grandes hechos y fecundos dramas. Nuestras guerras civiles son ricas de episodios, y notables por sus resultados. Las guerras civiles que han sacado a luz a tantos varones insignes y a tantos monstruos, que han producido tantas acciones ilustres y tantos crímenes, no han sido todavía recogidas por la historia ni por la leyenda.
¡Nuestra era republicana se presenta a los ojos del observador interesantísima con sus dictadores y sus víctimas, sus prisiones sombrías, sus cadalsos, su corrupción, su pueblo agitado y turbulento, sus grandezas y sus miserias, sus desengaños y sus esperanzas!
¿Y el último Imperio? ¿Pues se quiere además de las guerras de nuestra independencia un asunto mejor para la epopeya? ¡El vástago de una familia de Césares, apoyado por los primeros ejércitos del mundo, esclavizando a este pueblo! ¡Este pueblo mísero y despreciado, levantándose poderoso y enérgico, sin auxilio, sin dirección y sin elementos, despedazando el trono para levantar con sus restos un cadalso, al que hace subir al príncipe, víctima de su ceguedad! ¡Aquella cabeza sagrada en Europa, rodando al pie de la democracia americana, implacable con los reyes! ¡Una princesa hermosa y altiva, loca en su castillo solitario, de donde su esposo partió en medio de aclamaciones, y a donde no volverá jamás!…
Y luego aquel sitio de Querétaro tan grandioso y tan sangriento, aquellos sitiados tan valientes, aquellos sitiadores tan esforzados, aquel monarca tan bravo y tan digno como guerrero, así como fue tan ciego como político; aquella tragedia del cerro de las Campanas; todo eso que irá tomando a nuestra vista formas colosales a medida que se aleje: ¿qué asunto mejor para el historiador, para el novelista y para el poeta épico? ¿Pues necesitan nuestros jóvenes literatos otra cosa que voluntad y consagración, puesto que talento no les falta, ni se atreven a negárselo a los mexicanos su más encarnizados enemigos?
En cuanto a la novela nacional, a la novela mexicana, con su color americano propio, nacerá bella, interesante, maravillosa. Mientras que nos limitemos a imitar la novela francesa, cuya forma es inadaptable a nuestras costumbres y a nuestro modo de ser, no haremos sino pálidas y mezquinas imitaciones, así como no hemos producido más que cantos débiles imitando a los trovadores españoles y a los poetas ingleses y a los franceses. La poesía y la novela mexicanas deben ser vírgenes, vigorosas, originales, como los son nuestro suelo, nuestras montañas, nuestra vegetación.
Juan Carlos Gómez, José Mármol, Rivera Indarte, Esteban Echeverría, a quien llaman en Francia el Lamartine del Plata, Arboleda, Pombo, (8) por eso impresionan tanto. Cantan su América del Sur, su hermosa virgen morena, de ojos de gacela y de cabellera salvaje. No hacen de ella una dama española de mantilla, ni una entretenue francesa envuelta en encajes de Flandes (9).
¡Esos poetas cantan sus Andes, su Plata, su Magdalena, su Apurímac, sus pampas, sus gauchos, sus pichireyes; (10) transportan a uno bajo la sombra de su ombú, o al pie de las ruinas de sus templos del sol, o al borde de sus pavorosos abismos, o al fondo de sus bosques inmensos; y le muestran sus gigantescos árboles, sus prodigiosas flores, o le hacen asistir a sus heroicas guerras, escuchar el rugido de sus fieras terribles, adormecerse a los cantos de sus mujeres lánguidas y ardientes, y delirar con sus amores frenéticos, y amar su libertad, y meditar a orillas de sus mares, y suspirar debajo de su cielo!
Nosotros todavía tenemos mucho apego a esa literatura hermafrodita que se ha formado de la mezcla monstruosa de las escuelas española y francesa en que hemos aprendido, y que sólo será bastante a expulsar y extinguir la poderosa e invencible sátira de Ramírez, que él sí es tan original y tan consumado como habrá pocos en el Nuevo Continente.
No negamos la gran utilidad de estudiar todas las escuelas literarias del mundo civilizado; seríamos incapaces de este desatino, nosotros que adoramos los recuerdos clásicos de Grecia y de Roma, nosotros que meditamos sobre los libros del Dante y de Shakespeare, que admiramos la escuela alemana y que desearíamos ser dignos de hablar la lengua de Cervantes y de fray Luis de León. No: al contrario, creemos que estos estudios son indispensables; pero deseamos que se cree una literatura absolutamente nuestra, como todos los pueblos tienen, los cuales también estudian los monumentos de los otros, pero no fundan su orgullo en imitarlos servilmente.
Por otra parte, la literatura tendrá hoy una misión patriótica del más alto interés, y justamente es la época de hacerse útil cumpliendo con ella.
Nuestra última guerra ha hecho atraer sobre nosotros las miradas del mundo civilizado. Se desea conocer a este pueblo singular, que tantas y tan codiciadas riquezas encierra, que no ha podido ser domado por las fuerzas europeas, que viviendo en medio de constantes agitaciones no ha perdido ni su vigor ni su fe. Se quiere conocer su historia, sus costumbres públicas, su vida íntima, sus virtudes y sus vicios; y por eso se devora todo cuanto extranjeros ignorantes y apasionados cuentan en Europa, disfrazando sus mentiras con el ropaje seductor de la leyenda y de las impresiones de viaje. Corremos el peligro de que se nos crea tales como se nos pinta, si nosotros no tomamos el pincel y decimos al mundo: “Así somos en México”.
Hasta ahora aquellos pueblos no han visto más que las páginas muy atrasadas de Tomás Gage (11) o los estudios del barón de Humboldt, muy buenos ciertamente, pero que no pudieron ser hechos sino sobre un pueblo esclavizado todavía. Además, el ilustre sabio daba mayor importancia a sus indagaciones científicas que a sus retratos morales.
Después de él, casi todos los viajeros nos han calumniado, desde Lovenstern y la señora Calderón, (12) hasta los escritores y escritoras de la corte de Maximiliano, que especulan con la curiosidad pública, vendiéndola sus sátiras menipeas contra nosotros (13).
Es la ocasión, pues, de hacer de la bella literatura un arma de defensa. Hay campo, hay riquezas, hay tiempo, es preciso que haya voluntad. Talentos hay en nuestra patria que pueden rivalizar con los que brillan en el Viejo Mundo.
Cultivar pueden todos los géneros. Pulsarán con éxito desde la lira de Homero hasta el laúd de los trovadores; manejarán victoriosamente desde el buril de diamante de Tácito y de Jenofonte, hasta la pluma ligera y traviesa de Addison y de “Fígaro” (14). Todo es accesible al genio mexicano.
La reunión que asiste a las Veladas Literarias (15) es el apostolado del porvenir. Allí se escucha el acento sublime de la oda, la voz vibrante del canto guerrero, las suspicaces notas de la trova amorosa, la voz risueña de la burla. Allí la sátira habla su lenguaje pulsador y tremendo, la crítica analiza los monumentos literarios de las naciones extrañas, la novela y la leyenda arrebatan la imaginación. La gloria espía sonriendo a la juventud, señalándola el cielo. La literatura mexicana no puede morir ya. De ese santuario saldrán de nuevo otros profetas de civilización y de progreso, que acabarán la obra de sus predecesores. Entonces los patriarcas de la primera generación, inclinaos por el peso de una vejez ilustre, irán a dormir as sus tumbas tranquilos, porque dejan en su patria discípulos dignos que los recordarán con lágrimas y que les tributarán el culto más grato para ellos… la imitación de sus trabajos y de sus virtudes.