La tradición clásica: Santos Díez González, Instituciones poéticas (1793)
La poesía lírica tomó su nombre de la lira, uno de los antiguos instrumentos músicos con que se acompañaba el canto, y lo que se cantaba se llamó oda, que es lo mismo que canción. Su materia fue la religión, las alabanzas de los dioses y de los hombres, sus votos, súplicas, exhortaciones para seguir la virtud y huir los vicios, sentimientos del ánimo en las calamidades, deseos, quejas, alabanzas, pinturas de las fuentes, montes, valles, ciudades y otros lugares amenos, conflictos del corazón, dudas, resoluciones, juegos públicos, convites, victorias, prodigios y otros innumerables objetos que son acomodados a la brevedad, concisión y sublimidad del canto (en Checa Beltrán, José, ed. Pensamiento literario del siglo XVIII español. Madrid: CSIC, 2004).
Antonio Machado (de «El arte poética de Juan de Mairena»)
«Todas las artes -dice Juan de Mairena en la primera lección de su Arte poética– aspiran a productos permanentes, en realidad, a frutos intemporales. Las llamadas artes del tiempo, como la música y la poesía, no son excepción. El poeta pretende, en efecto, que su obra trascienda de los momentos psíquicos en que es producida. Pero no olvidemos que, precisamente, es el tiempo (el tiempo vital del poeta con su propia vibración) lo que el poeta pretende intemporalizar, digámoslo con toda pompa: eternizar. El poema que no tenga muy marcado el acento temporal estará más cerca de la lógica que de la lírica.
«Todos los medios de que se vale el poeta: cantidad, medida, acentuación, pausas, rima, las imágenes mismas, por su enunciación en serie, son elementos temporales. La temporalidad necesaria para que una estrofa tenga acusada la intención poética está al alcance de todo el mundo; se aprende en las más elementales Preceptivas. Pero una intensa y profunda impresión del tiempo sólo nos la dan muy contados poetas. En España, por ejemplo, la encontramos en don Jorge Manrique, en el Romancero, en Bécquer, rara vez en nuestros poetas del siglo de oro.» (Obras completas, t. I, p. 379-380. Buenos Aires: losada, 1997).
Paul Valéry
De «Cuestiones de poesía»
El Poeta, sin saberlo, se mueve en un orden de relaciones y de transformaciones posibles, de las que no persigue más que los efectos momentáneos y particulares que tienen importancia en determinado estado de su operación interior (p. 37).
El poeta dispone de las palabras muy diferentemente de lo que lo hacen la costumbre y la necesidad. Son sin duda las mismas palabras, pero en absoluto los mismos valores. Es el no-uso, el no decir “que llueve” es su que hacer, y todo lo que afirma, todo lo que demuestra que no habla en prosa es bueno para él. Las rimas, la inversión, las figuras desarrolladas, las simetrías y las imágenes, todo ello, hallazgos o convenciones, son otros tantos medios de oponerse a la vertiente prosaica del lector (lo mismo que las famosas “reglas” del arte poético producen el efecto de recordar incesantemente al poeta el universo complejo de este arte). La imposibilidad de reducir a prosa su obra, de decirla, o de comprenderla en tanto que prosa son condiciones imperiosas de existencia, fuera de las cuales esta obra no tiene poéticamente ningún sentido (Teoría poética y estética. T. Carmen Santos. Madrid: Visor, 1990.p. 42).
De «Poesía y pensamiento abstracto»
¿Cuál es esta especie de emoción [la poética]?
La conozco en mí por ese carácter de todos los objetos posibles del mundo ordinario exterior o interior, los seres, los acontecimientos, los sentimientos y los actos que, permaneciendo como son comúnmente en cuanto a sus apariencias, se encuentran repentinamente en una relación indefinible, pero maravillosamente afinada con los modos de nuestra sensibilidad general. Es decir que esas cosas y esos seres conocidos —o mejor las ideas que los representan— cambian en alguna medida de valor. Se llaman los unos a los otros, se asocian muy diferentemente a como lo hacen las formas ordinarias; se encuentran (permítanme esta expresión) musicalizados, convertidos en resonantes el uno por el otro, y casi armónicamente correspondientes. El universo poético así definido presenta grandes analogías con lo que podemos suponer del universo del sueño. Ese estado de poesía es perfectamente irregular, inconstante, involuntario, frágil, y que lo perdemos, lo mismo que lo obtenemos, por accidente. Pero ese estado no basta para hacer un poeta, como tampoco basta ver un tesoro en sueños para encontrarlo.
Un poeta —no les choquen mis palabras— no tiene como función sentir el estado poético: eso es un asunto privado. Tiene como función crearlo en los otros. Se reconoce al poeta —o al menos cada uno reconoce al suyo— por el simple hecho de que convierte al lector en “inspirado” (p. 79-80 y 86).
(Valéry, Paul. Teoría poética y estética. T. Carmen Santos. Madrid: Visor, 1990).
Octavio Paz (de El arco y la lira)
Cada vez que el lector revive de veras el poema, accede a un estado que podemos llamar poético. La experiencia puede adoptar esta o aquella forma, pero es siempre un ir más allá de sí, un romper los muros temporales, para ser otro. Como la creación poética, la experiencia del poema se da en la historia, es historia y, al mismo tiempo, niega a la historia. El lector lucha y muere con Héctor, duda y mata con Arjuna, reconoce las rocas natales con Odiseo. Revive una imagen, niega la sucesión, revierte el tiempo. El poema es mediación: por gracia suya, el tiempo original, padre de los tiempos, encarna en un instante. La sucesión se convierte en presente puro, manantial que se alimenta a sí mismo y trasmuta al hombre. La lectura del poema ostenta una gran semejanza con la creación poética. El poeta crea imágenes, poemas; y el poema hace al lector imagen, poema (Obras completas, I. México: FCE, 1994, p. 51).
La teoría literaria moderna: Helena Beristáin
La lengua poética, a diferencia de la referencial (cuya construcción se apega automáticamente a construcciones gramaticales), es acuñada por el poeta de manera no automatizada, no prevista, y aparece sembrada de sorpresas que constituyen otras tantas desviaciones, ya sea respecto de la lengua estándar, ya sea respecto de las convenciones aceptadas y establecidas. Ambas son formas de singularización que desautomatizan el lenguaje poético. Lo que sucede es que, cuando se produce la expresión poética, la restricción gramatical se suspende (por ejemplo, la que se refiere al orden de los componentes en el enunciado) y la norma gramatical puede transgredirse libremente (introduciendo un orden distinto, como en el hipérbaton). La lengua poética impone así sus propias restricciones, nuevas y más elásticas, que vienen a ser nuevas convenciones poéticas (Análisis e interpretación del poema lírico. México: UNAM, 1989, p. 37-38).