«Norma de amor te di, hombre de Apolo»


Vuelvo a Poeta en Nueva York, lo recorro otra vez página por página, poema a poema, y a los pocos pasos la selva urbana ¿surrealista? desemboca en un claro. El epígrafe de Jorge Guillén («Sí, tu niñez: ya fábula de fuentes») nos advierte ya que hemos llegado a otro espacio. Una suave corriente de endecasílabos serena y llena de otra luz el aire, no usada en el resto del libro. Las imágenes lorquianas, sin perder su visionaria terribilidad, se adaptan a esa atmósfera. Pasada la época de la fascinación gongorina, las resonancias áureas vuelven:

Norma de amor te di, hombre de Apolo,
llanto con ruiseñor enajenado,
pero, pasto de ruinas, te afilabas
para los breves sueños indecisos.

Frente al «ruiseñor enajenado», frente a esas ruinas que pastan como incendio o como ganado mítico, «norma de amor te di, hombre de Apolo». El amor como una norma o como algo que se realiza, que se hace real y concreto por medio de una norma. Frente a la violenta concepción romántica del amor, frente al sangrante patetismo trágico de tanto amor lorquiano, el poeta ahora nos da otro amor.
La resonancia de la poesía áurea no se halla tanto en el ritmo endecasílabo o en la mención de Apolo, sino en ese amor que da normas. Es el amor platónico, neoplatónico, neopitagórico, del Renacimiento y del Barroco también, pese a las contorsiones de éste. El amor como fuente no de desorden y turbulencia, sino de armonía, de concordia. El amor, sí, que «mueve al Sol y las demás estrellas», pero no cristianamente, como en Dante, sino como el Eros del paganismo tardío, sabio y filosófico.
Pero en Lorca eso no puede durar. Sediento de sacrificio y de sangre (al amor de Lorca, mejor que el arco y las flechas, le va el técpatl), el Duende lo hace volver a la locura, a enajenar al ruiseñor, a la urbe cuyo incendio y cuyas ruinas son lo mismo. Y luego, en el cuarto de esos versos, otra vez la delicadeza, o mejor dicho una delicadeza otra, distinta: esos «breves sueños indecisos» que no nos permiten ver lo soñado por ellos. No ya los demonios desnudos de la poesía visionaria del siglo XX (surrealista o no), sino un frágil langor, un entresueño de nocturno romántico —la «luz no usada» de Francisco Salinas y de Fray Luis cede el paso a la noche de Chopin, a sus claros y suspiros.

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