«¿Cómo una cosa podría surgir de su antítesis? ¿Por ejemplo la verdad del error? ¿O la voluntad de verdad, de la voluntad de engaño? ¿O la acción desinteresada, del egoísmo? ¿O la pura y solar contemplación del sabio, de la concupiscencia? Semejante génesis es imposible; las cosas de valor sumo es preciso que tengan otro origen, un origen propio, -¡no son derivables de este mundo pasajero, seductor, engañador, mezquino […]! Antes bien, en el seno del ser, en lo no pasajero, en el Dios oculto, en la ‘cosa en sí’ -¡ahí es donde tiene que estar su fundamento, y en ninguna otra parte!» Este modo de juzgar constituye el prejuicio típico por el cual resultan reconocibles los metafísicos de todos los tiempos; esta especie de valoraciones se encuentra en el trasfondo de todos sus procedimientos lógicos; partiendo de este «creer» suyo se esfuerzan por obtener su «saber» […]. La creencia básica de los metafísicos es la creencia en las antítesis de los valores. Ni siquiera a los más previsores de entre ellos se les ocurrió dudar ya aquí en el umbral, donde más necesario era hacerlo […]. Pues, en efecto, es lícito poner en duda, en primer término, que existan en absoluto antítesis, y, en segundo término, que esas populares valoraciones y antítesis de valores […] sean algo más que estimaciones superficiales, sean algo más que perspectivas provisionales […] (I,2, p.23-24).
Más allá del bien y del mal. T. Andrés Sánchez Pascual. Alianza Editorial, 1997.
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